
Desde hacía más de quince años, Rafael y Diana se veían cada veinte de abril en la misma suite de uno de los mejores hoteles de Madrid. Sin mensajes de por medio, sin llamadas, cada cual acudía a la cita sin más, el mismo día, a la misma hora. Se conocieron en la fiesta de cumpleaños de una amiga en común, y desde el comienzo la atracción fue brutal. Fue un diecinueve de abril.
Él, en suposición felizmente casado y padre de dos hijos. Diana, soltera y sin compromiso como lo sigue siendo hasta ahora, salvo algunos escarceos esporádicos, que aún está de muy buen ver. Rafael le sacaba veinte años. Esas canas en el pelo y esa barbita de aspecto descuidado le ponían hasta el infinito, por no hablar de los definidos músculos que se adivinaban bajo la camisa de marca. Solo se cruzaron un par de veces en la fiesta, y en esas ocasiones a punto estuvo todo de arder por combustión espontánea. Lo único que consiguió Diana de aquella noche fue un pedazo de papel citándole para el día siguiente en un hotelazo de lujo, de esos que ella solo había visto en las películas.
Aquel primer encuentro fue memorable, aún a día de hoy Diana puede sentir los ramalazos de placer recorriendo su piel en toda su extensión. Aquel día acordaron verse cada año en el mismo sitio y a la misma hora, para dejar estallar la chispa de la combustión en sus cuerpos, sin compromisos, sin obligaciones, solo una vez al año. La suite quedaba reservada de un año para el otro, “no hay problema, señor Ramírez”, le decía el recepcionista. Fue la única información que logró obtener de él, su nombre, Rafael Ramírez. Ni siquiera intercambiaron números de teléfono, absolutamente prescindibles y sin posibilidad de que les llevasen a mayores implicaciones. Diana sabía que habría podido indagar más acerca de él, pero no vio la necesidad, el acuerdo le parecía perfecto.
Este año, sin embargo, le rondaba el presentimiento de que él no acudiría a la cita. Aún así, preparó la cita con todo el esmero que la ocasión merecía. Sesión de spa, depilación integral, otra maravillosa sesión de peluquería y un delicado maquillaje de lo más natural. El último capricho que se consintió fue una vueltecita por La Perla, donde consiguió a precio de oro el conjunto de lencería que haría que se deshiciese por completo por ella.
Cuando llegó a la suite él aún no había aparecido. Convencida de que aún era pronto, fue despojándose poco a poco de la ropa que llevaba, dejando únicamente la camisa entreabierta. Se acomodó en la inmensa cama de sábanas blancas y suaves como la seda en la postura más insinuante que pudo adoptar, ataviada en exclusiva con la camisa que dejaba entrever un generoso pecho digno y deseoso de ser disfrutado, y el liguero recién adquirido en exclusiva para él.
Durante la espera, recordó el suave tacto de sus expertas manos recorriendo su ávido cuerpo. Recordó el roce de su barba mientras descendía besándole hacia el ombligo y más allá. Sintió un escalofrío y todo el vello se le puso de punta. La calentura que sintió entre mis piernas esperaba desconsoladamente a ser sofocada, envueltos como otros años el uno en el otro, formando parte de un solo ser.
Era tal su grado de excitación que comenzó a recorrer su cuerpo con sus propias manos, deseando que fuesen las de Rafael. Desde el pecho, hasta el ombligo, sin olvidar bajar a la zona más caliente de su cuerpo. Un rápido vistazo al reloj, le sacó de su enturbiamiento mental en décimas de segundo. Llevaba ya más de una hora y media soñando con él, con que la hacía suya una y otra vez, hasta alcanzar el más excelso de los clímax.
Se levantó de la cama con lentitud, con el orgullo de mujer herida hasta más no poder. Finalmente, sus presentimientos llegaron a ser ciertos. Recompuso su ropa con toda la dignidad de que fue capaz y se calzó sus impresionantes zapatos de tacón, que en un momento de especial deleite había arrojado al suelo de cualquier manera. Aún tuvo la osadía de dejar su flamante liguero de La Perla sobre la cama, quería dejar huella de su paso por allí.
Salió de la suite con la cabeza bien alta, ya vendría luego el tiempo de los lloros y de las tarrinas de helado en su más infinita soledad. Habló con el recepcionista para indicarle que ya no hacía falta que mantuviese la reserva hasta el año que viene. Ese fue el último momento de dignidad que se permitió.
Poco más de cinco minutos después, un acalorado y apresurado Rafael subía de dos en dos los escalones que dirigían a la suite presidencial. El alma le cayó a los pies cuando la encontró vacía. Únicamente un precioso liguero sobre la cama y su dulce aroma flotando en el ambiente. Maldijo al tráfico por aquella fatalidad del destino. Diana ya nunca sabría que vivía todo el año esperando que llegase ese momento, los dos juntos, piel con piel, amándose con lentitud o con impaciencia. Sus manos ya no recorrerían más aquellos pechos firmes y suaves como pétalos de rosa, su lengua nunca probaría el dulce néctar que manaba de sus labios, ni sentiría los fuegos artificiales que se producían cada vez que sus cuerpos se unían.
A no ser que se pusiese en contacto con su amiga en común, y le pidiese su número. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro. Cogió con extremo cuidado el liguero que ella había dejado para él y aspiró su aroma como si fuese el más delicado cáliz del mundo. Lo guardó en un bolsillo de su pantalón.
Más animado, y disimulando su excitación, fue a indicarle al recepcionista que la suite quedaría reservada para el mismo día del siguiente año.
Diana ya estaba cómodamente en su casa, lamiéndose sus heridas, cuando recibió un whatsapp de un número desconocido, mostrándole una foto de su liguero. “¿Estás en casa? Si es así, abre la puerta, porque estoy esperándote fuera.” Se levantó de un salto del sofá, ataviada con unos escasos pantalones cortos de algodón y una camiseta de danza de lo más insinuante. Según abrió la puerta, Rafael se adentró con un ágil movimiento y la cerró a sus espaldas. En una centésima de segundo Diana estaba tirada sobre el sofá que le había visto llorar sus penas hacía tan solo unos momentos, completamente desnuda, mientras la lengua de Rafael recorría cada rincón de su piel. Una vez más volvieron a saltar fuegos artificiales cuando ambos llegaron simultáneamente al clímax, presas del deseo contenido.
Siguieron fieles a su promesa de quedar todos los veinte de abril en el hotel, pero desde aquel día la cama de Diana fue testigo en cualquier inesperado momento de la pasión y el fuego de los viejos amantes. Bueno, la cama, el sofá, la ducha…