FlemingLAB – «El botas»

 

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Imagen: Pixabay.com

 

Este relato es la actividad #03 del Taller de Escritura Creativa de FlemingLAB, que podéis encontrar en el blog Masticadores de Letras

 

EL BOTAS

«El Botas» era el claro prototipo de chico malo. Cuerpo cultivado, lleno de tatuajes, cabeza rapada, vaqueros y chupa de cuero. Le conocían por este mote porque siempre llevaba sus desgastadas botas de «chúpame la punta», de las  que no estaba dispuesto a separarse, aunque ya no estaban de moda.

Pertenecía a una pequeña banda que tenía atemorizado a medio barrio, más por las pintas que llevaban que por otra cosa; y que tenía locas a todas las muchachitas de menos de veinte. Lo cierto era que no se les podía acusar más que de robos de poca monta, de cerveza y tabaco en alguna que otra gasolinera y en varias tiendas del barrio.

Pero esta vez, «El Botas» estaba jodido pero bien. Detenido hacía unas horas, tenía frente a sí a un agente de la policía con muy malas pulgas, que no paraba de hacerle preguntas. Enfrascado en un mutismo absoluto, «El Botas» solo tenía pensamientos para hacer callar a aquel tipejo que le estaba mareando la cabeza de aquella manera. Y eso no era un buen augurio para el policía. Como se le cruzasen los cables, el jodido sería él. Su fortaleza física se lo permitía, por mucha mala leche que se gastase el madero de turno.

La noche anterior, había aparecido asesinada por estrangulamiento una joven vecina del barrio, Amanda Rodríguez. El acontecimiento había tenido lugar un par de horas antes de medianoche y hubo testigos por todas partes, que se encargaron de alertar a la policía. Por esa razón, «El Botas» estaba en comisaría en aquellos momentos.

—Te lo voy a preguntar por última vez, ¿por qué lo has hecho? —le increpaba el policía, haciendo acopio de la poca paciencia que le quedaba.

«El botas» seguía siendo como una tumba. Recostado sobre la silla en actitud chulesca, lo único que hacía era golpear en el suelo con su bota. Una y otra vez. Era su particular manera de tranquilizarse y guardar la compostura ante una situación que lo único que haría era perjudicarle aún más.

—El pajarito no quiere cantar, ¿eh? Tendremos que buscar otras maneras, a ver si así se atreve a cantar. Sabemos que fuiste tú, tenemos varios testigos que te han señalado. Lo que aún no comprendo es cómo pudiste ser tan estúpido de hacerlo a esas horas, en la misma puerta de entrada a la casa de la chica y sin protegerte de ninguna manera. Estás jodido «Botas», solo intento adivinar por qué.

El repiqueteo de la bota cesó al instante. Hubo un duelo de miradas entre policía y delincuente. El mutismo por parte de este seguía haciendo acto de presencia. El cruce de miradas continuó unos segundos más de lo estrictamente necesario. Hasta que, al fin, «El Botas» cedió. A él nadie le llamaba estúpido. Ya no. Echó mano a su chupa de cuero, lo que puso en alerta al policía de inmediato. Se relajó al instante al ver que echaba mano de una cartera de cuero que debía haber conocido tiempos mejores. La relajación inicial del policía fue dando paso a una rabia desorbitada.

—¿Pero quién ha sido el gilipollas que ha dejado entrar a este tipo con objetos personales? —bramó con furia.

Al otro lado de la pantalla protectora, alguien temió por su puesto.

«El Botas», con una serenidad pasmosa, se limitó a extraer de la cartera una vieja fotografía raída y doblada por varios sitios.

—¿Ves al chico de la foto? —preguntó con su voz grave y amenazante, mientras señalaba a un chico escuálido, con la cara llena de acné y un flequillo con tanta grasa que bien podría haber valido para engrasar unas botas de montar. Cuando vio que el agente asentía, continuó —: Soy yo, cuando estaba en el instituto. La muy zorra de Amanda se dedicaba a insultarme cada vez que me veía. Lo pasé muy mal, ¿sabes? Mis padres me llevaron durante una temporada al psicólogo por miedo a que cometiese una locura, a que me suicidase, vamos. Así de grande fue el acoso psicológico al que me sometió la tal Amanda, siempre con sus sonrisitas tontas y su porte de modelo. Era la típica niña de papá, que se creía que tenía el mundo a sus pies y todos debíamos pisar por donde lo hacía ella. Tan rubita, tan buena chica. Pero era una auténtica zorra. Nada más llegar al instituto, comenzaban sus insultos, sus humillaciones, sus chistes graciosos a mi costa. Todo el mundo comenzaba a reírse de mí, por su culpa. Fui quedándome cada vez más aislado, hasta que ir al instituto se convirtió en una auténtica tortura. Y todo por culpa de ella.

Durante todo este tiempo, los ojos del chaval habían permanecido fijos en un lugar indeterminado de la sala, como si en verdad se hubiese trasladado a aquella época. Posó su mirada en el policía, para asegurarse de que le prestaba atención y prosiguió:

—Cuando terminé mi terapia, creí que lo tenía superado. Pero la volví a ver, y lo volvió a hacer, ¿sabes? Nadie se molestó en ningún momento en recriminarle su actitud. Le bastaba con poner su carita de niña buena para que todos creyesen que era mentira. Pero a mí no me lo iba a volver a hacer. Por suerte, ya estábamos en el último año y dejé de verla pronto. Desde entonces se convirtió en una obsesión para mí cultivar mi cuerpo, para que nadie me volviese a humillar de aquella manera. Ahora tengo confianza y hasta me había olvidado de Amanda. Pero el otro día la reconocí, siempre tan perfecta, con su perfecta casita y su perfecto trabajo, su perfecta familia y su perfecto caniche. Me volví a obsesionar. Anoche estaba esperando a que llegase. Solo quería darle un susto, que viera en qué me había convertido y que supiese que nunca más se volvería a burlar de mí. Ni siquiera sé si me reconoció. El caso es que  empezó a gritar como una loca y tuve que callarla, ¿sabes? Cuando me hablan mucho o me gritan, mi cabeza se hace una pelota y, entonces, no controlo.

—Señor Jaime Villar García, alias «El Botas», queda usted detenido por el asesinato de Amanda Rodríguez. Tiene derecho a permanecer en silencio. Tiene derecho a un abogado, si no tiene uno se le asignará uno de oficio…

Ana Centellas. Febrero 2017. Derechos registrados.

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Publicado por Ana Centellas

Porque nunca es tarde para perseguir tus sueños y jamás hay que renunciar a ellos. Financiera de profesión, escritora de vocación. Aprendiendo a escribir, aprendiendo a vivir.

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