ESCUCHA
En el dormitorio de María las sábanas están revueltas. Una suave luz encendida en una mesita que alumbra desde un rincón es la única fuente de iluminación. Colores tenues se filtran por la persiana entreabierta, luces doradas de sol que se cuelan juguetonas a través de las cortinas rosadas, anuncian que ya es de día.
Sobre la cama desecha, dos cuerpos desnudos descansan, enredados, descuidados. Cubriendo el torso de ella, el fuerte brazo de él. Sobre las piernas del hombre, las delicadas piernas de la mujer. El descanso de dos amantes ajenos a todo cuanto acontece a su alrededor, dormidos, soñando, muy probablemente, el uno con el otro. El cuerpo de dos amantes con edad sin precisar.
María se despereza. Uno de los rayos de sol, con ganas de jugar en la mañana de sábado, atraviesa las cortinas, iluminando su dormitorio con una luz casi mágica. Los tonos dorados del sol se funden con el rosado de las cortinas que, sumado a la tenue luz que proviene del rincón, envuelven la habitación de una sensual calidez. Una sonrisa se dibuja en su rostro cuando ve a su compañero a su lado, como cada día. Más que a su lado, formando parte de un mismo ser, enredados en brazos y piernas como si fuese el abrazo que siempre se quisieron dar.
No mueve ni un ápice su postura. Se recrea en la sensación de bienestar que le trasmite aquella mañana de sábado, sin prisas, sin desayunos acelerados y duchas de tres minutos. Se acurruca aún más junto al cuerpo que duerme tranquilo a su lado, con una expresión de máxima calma. Agradece el calor que desprende, el suave hálito de su respiración calmada, los latidos que golpean en su pecho acompasados y que a ella le transmiten la mayor sensación de vida. Intenta acompasar su respiración con la de él, mucho más fuerte y pesada. Al compás de las respiraciones, sus latidos también suenan al unísono dentro de sus pechos desnudos.
Al cabo de una hora, se despierta Gabriel. Deshace el nudo con el que siente enredada a María y la besa con suavidad en los labios. Intenta pronunciar un «buenos días», pero ella le hace callar con dulzura posando uno de sus finos dedos en los labios de él. Gabriel no puede resistirse al impulso de saborear el dedo de María.
—Escucha. ¿Lo oyes? —pregunta María en un susurro junto al oído de su acompañante. Un escalofrío recorre el cuerpo de Gabriel justo al mismo tiempo en que la respiración de María se acerca a él.
Gabriel sabe que no debe hablar, aunque aún no adivina el porqué. Agudiza sus sentidos, poniendo especial énfasis en el oído para llegar a escuchar aquello que sea que le indica María, pero no logra hallar nada.
—No oigo nada —susurra, a su vez, Gabriel, acercándose a la oreja de María y depositando un beso en ella cargado de promesas.
—Eso es —contesta María—. Escucha. Silencio. Qué maravilla despertar una mañana y poder disfrutar del silencio.
—Maravilloso, cielo —responde Gabriel, en el mismo tono de susurro.
Pero ya no puede decir nada más. María ha cubierto sus susurros con un beso. Un apasionado beso que no interrumpe el silencio de la habitación.
Y los amantes se entregan el uno al otro en silencio, ajenos a todos. Solo algún que otro gemido esporádico rompe con maestría y elegancia el silencio que aún reina en la habitación, ese sábado cualquiera por la mañana.
Ana Centellas. Diciembre 2017. Derechos registrados.
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Ana Centellas 