El relato del viernes: «La Macarena»

LA MACARENA

LA MACARENA

La callejuela en la que trabajaba Macarena era tan estrecha que no se podía acceder a ella de ninguna manera que no fuera caminando. La conocí una oscura noche de invierno en la que fuimos a cenar a aquel pequeño restaurante escondido en el lugar más recóndito. De hecho, yo había nacido en Sevilla y jamás había pasado por aquella callejuela que derrochaba encanto por los cuatro costados.

Puede resultar extraño que un sevillano decida pasar una velada en un restaurante flamenco, o quizás no. Lo cierto es que a mí me causaban repulsión los típicos tópicos en los que siempre se asociaba a Sevilla con el flamenco, las corridas de toros y las sevillanas. De hecho, desde pequeñito me declaré anti taurino, para vergüenza de mi progenitor, que siempre se empeñaba en que le acompañase a las grandes corridas que se celebraban en La Maestranza. Por si aquello no fuera poco, en cuanto llegué a la adolescencia me hice abonado del Betis, solo para llevar la contraria al control paterno del que siempre quise escapar. Ni qué decir tiene que mi padre cantaba con orgullo a voz en grito aquello de «sevillista seré hasta la muerte», en cuanto se le presentaba la ocasión.

El caso es que aquella noche, con motivo del cincuenta cumpleaños de mi padre, fuimos toda la familia a cenar en aquel pequeño restaurante que amenizaba las ricas viandas típicamente andaluzas, como no podía ser de otra manera, con un espectáculo de flamenco. Las mesas eran coloridas, cubiertas con unos manteles, para mi gusto demasiado horteras, que asemejaban los vestidos de faralaes, grandes lunares e incluso volantes. En el centro de cada una de ellas, una vela y un ramillete de claveles. Todas eran redondas y estaban acompañadas por las tradicionales sillas de madera tapizadas en enea, también de los más diversos colores, siempre alegres y llamativos. Frente a la barra, un par de cabezas de toro disecadas te daban la bienvenida, junto a varios carteles que anunciaban las corridas más memorables. Un pequeño tablao al fondo del local, con varias sillas del mismo estilo, completaba la decoración.

En aquel pequeño espacio estaban reunidos todos los tópicos andaluces que yo odiaba. Miré a mi padre de reojo y me pareció ver un destello de sonrisa burlona en su rostro. En aquel preciso instante supe que la elección de aquel lugar no había sido fruto del azar, precisamente. Me preparé mentalmente para una velada aburrida y bochornosa. A buen seguro que mi padre comenzaría a alardear de todas aquellas cosas de las que yo no hacía más que renegar. Así fue, de hecho, hasta que recogieron el primer plato.

A partir de entonces la noche cambió por completo para mí. Las luces descendieron en intensidad, creando una atmósfera realmente acogedora, aunque en aquel instante me hubiese negado a admitirlo. Los guitarristas fueron subiendo al escenario mientras los camareros comenzaban a servir el segundo plato de aquella dichosa cena. Un foco, estratégicamente colocado, se iluminó en el centro del escenario y apareció ella. Alta, delgada, morena, ataviada con un simple body de color negro, que dejaba al descubierto su espalda, y una falda roja de liviano tejido. Llevaba el pelo recogido en un moño alto y, prendido en él, un rojo clavel solitario que me hizo morir de envidia. Un abanico, sencillo a más no poder, de color negro bailaba al compás de sus pies, enfundados en suaves zapatillas de bailarina en lugar de en los típicos zapatos de bailaora.

No pude ni probar bocado de lo que tenía en el plato, ensimismado como estaba con aquella ninfa hecha mujer que ejercía auténtica magia sobre el pequeño escenario. Tuvieron que sacarme de allí a rastras, me quedé embelesado mirando hacia la tarima hasta un buen rato después de que el espectáculo hubiese terminado. De camino a casa tuve que soportar las burlas malintencionadas de mi padre, que se regocijó bien a gusto con la situación. Tampoco pude dormir aquella noche. En cuanto cerraba los ojos aparecía ante mí la gitana de mis desvaríos.

A la noche siguiente estaba esperándola en la puerta del restaurante. Aún no sé qué encanto desplegué, o quizá la conmovió el hecho de que pasara horas a la intemperie en pleno mes de enero para verla, pero desde entonces Macarena ha formado parte de mi vida. Lo realmente curioso es que desde que conocí a Macarena, que hasta el nombre lo tenía típicamente andaluz, incluso bailo flamenco, la acompaño religiosamente a todas las corridas de La Maestranza, he anulado mi abono del Betis y comienzo todas las mañanas con un «olé, olé y olé». Imaginaos lo contento que está ahora mi padre y la dichosa cancioncita que no para de cantar a todas horas…

Ana Centellas. Abril 2018. Derechos registrados.

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*Imagen: Pixabay.com (editada)

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Publicado por Ana Centellas

Porque nunca es tarde para perseguir tus sueños y jamás hay que renunciar a ellos. Financiera de profesión, escritora de vocación. Aprendiendo a escribir, aprendiendo a vivir.

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