COMPROMETIDA
Desde bien joven fui una mujer bastante independiente y así ha sido durante toda mi vida. Pero después de diez años de relación con Miguel, una relación un tanto abierta de la que muchos se escandalizarían, me propuso matrimonio, imagino que influido por el tradicionalismo de sus padres. No os imaginéis que fue una pedida de mano como las que salen en esas películas románticas que tanto detesto, no. Fue más bien una negociación, una larga conversación en nuestra cervecería favorita, en la que Miguel se dedicó a enumerarme los pros y los contras de contraer matrimonio. No hará falta decir que, en sus listas, los pros del matrimonio superaban con creces a los contras.
La cuestión es que cuando ya llevaba mis tres jarras de cerveza encima comencé a encontrar interesante la idea. De hecho, me parecía hasta graciosa. Miguel me estaba proponiendo un matrimonio tradicional, con iglesia de por medio, no fuera a ser que mis queridos suegros se disgustasen. Y vi en ello la ocasión perfecta para divertirnos un rato. Sería como desempeñar un papel en una función y podría poner en práctica todos los conocimientos adquiridos en mis clases de teatro.
Aquella misma noche fijamos una fecha para nuestro bodorrio y yo regresé a mi pequeña casita oficialmente comprometida y con la mente demasiado abotagada como para pensar demasiado en ello. Los efluvios del alcohol, ya sabéis.
Mis padres se llevaron una alegría inmensa cuando les di la noticia y enseguida se coordinaron con los de Miguel para organizarlo todo. Nosotros solo propusimos la fecha, de todos los demás detalles se ocuparon las respectivas familias, así que tampoco supuso para mí una gran preocupación la boda. Nada que no fuese más allá de escoger el vestido de novia. Aun así, fue una tarea harto difícil, pues mis gustos siempre habían sido muy poco formales y en la vida me había calzado unos zapatos de tacón. En cualquier caso, aconsejada por mi madre y mi suegra, expertas en vestidos nupciales, por supuesto, me vi el día de marras con un amplio vestido blanco que cubría hasta mis pies.
No podía sentirme más ridícula con aquel amasijo de encajes y cancanes, pero llegué sonriente a la iglesia, en una interpretación de mi papel digna de un Goya. Mi sonrisa se iba ampliando a medida que avanzaba por la larga alfombra roja que conducía al altar, del brazo de mi padre. Al fondo, Miguel me esperaba radiante, aunque desde la entrada de la iglesia ya le notara diferente. Su barba, que tanto me gustaba, había desaparecido arrasada por alguna cruel cuchilla de afeitar y no quedaba ni rastro de los piercings que llevaba y que nos habíamos hecho juntos. El colmo fue cuando llegué a su altura y, mientras me daba un suave beso en la frente, algo llamó mi atención. Bajo aquel frac de aspecto impoluto, con su pequeña rosa blanca en el bolsillo de la chaqueta, unos deportivos de tenis blancos refulgían en la iglesia. ¿Pero me iba a casar yo con semejante hortera? Ni loca.
Sin pensarlo ni el tiempo que dura un pestañeo, salí por pies de la iglesia al radiante sol de aquella mañana de mayo. Salí corriendo con mi vestido de muñeca recogido, agradecida de haber decidido, en el último momento, calzarme mis cómodas botas militares en lugar de jugarme un esguince de tobillo con aquellos tacones imposibles. Y, mientras corría, pensé en qué pocas excusan le hacen falta a una persona para evitar algo que no quiere hacer.
Ana Centellas. Abril 2018. Derechos registrados.
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*Imagen: Karolina Bazydlo
Este relato ha sido trabajado para el reto literario de El bic naranja del pasado viernes. Espero que os guste.
Me ha gustado mucho, Ana, sí que corría la muchacha, sí…
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Huyendo del compromiso, con las botas puestas 💪🏻
Besazos 😘😘😘
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Buscar el detalle para desaparecer. Buenísimo. Abrazote.
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Al más mínimo… 😘😘😘
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