Como siempre que termina una serie, os dejo con la lectura completa de «María», para aquellos a los que les guste leer sin interrupciones.
MARÍA
Cuando era pequeña, antes de comenzar la escuela, solía quedarme con mi abuela materna cuando mis padres tenían que salir a trabajar. Han pasado ya más de treinta años, pero recuerdo aquellos tiempos a la perfección. Pocos recuerdos tengo que no correspondan con mis estancias en casa de los abuelos. Me resulta curioso cómo la mente puede ser tan selectiva en recuerdos. Dicen que hasta los seis años, más o menos, no comienzas a tener recuerdos precisos de tu infancia, solo algún que otro recuerdo puntual de tiempos anteriores. También es mi caso, recuerdo ciertas cosas muy precisas y puntuales, como cuando llegó al mundo mi hermano Juanma, pero puedo recordar a la perfección todos los momentos vividos con la abuela.
El abuelo Luis aún trabajaba, mis abuelos eran jóvenes en comparación con los de mis amiguitas, con las que me juntaba todos los días al atardecer en la puerta de mi bloque. Le veía un ratito cuando, bien de mañana, mis padres me llevaban a su casa. Al poco tiempo, él también salía a trabajar y yo me quedaba sola con la abuela María. La abuela era una mujer de las de antes, de las que se dedicaba por completo al cuidado de la casa y de los hijos. Nunca llegué a saber si lo hacía por gusto propio o por exigencias del abuelo. Por aquellos tiempos ni por asomo me ponía a pensar en cosas así. Lo que sí pensaba, curiosamente, era que yo jamás me iba a quedar encerrada en una casa, sino que de mayor quería trabajar, como mi mamá, e imaginaba mil y un futuros posibles para mí.
Cuando nació mi hermano, Juanma, el abuelo ya se había jubilado, yo tenía ya cinco años e iba a la escuela. Pero él apenas llegó a quedarse con la abuela, solo días aislados, cuando cerraba la guardería o en casos de extrema necesidad. Los abuelos, aprovechando que ya ninguno de los dos tenía ningún compromiso laboral fuera de casa, empezaron a vivir la vida de verdad. Salían, entraban, realizaban un sinfín de actividades y salían con frecuencia de viaje. No recuerdo nunca haber visto a la abuela tan feliz como en aquella época. Los dos fueron intensamente felices desde la jubilación del abuelo, y nosotros los visitábamos con bastante frecuencia.
Contaba yo con quince años y mi hermano con diez cuando mi queridísima abuela María partió hacia el cielo, dejando un hueco tan vacío en nuestras vidas que el abuelo Luis no fue capaz de resistir y subió en su búsqueda tan solo dos meses después. Mi vida cambió por completo después de su falta. La mía y la de toda la familia. Aunque esa ya es otra historia.
Lo que yo os quiero contar en esta historia es cómo fueron mis días con la abuela María y por qué fue una mujer tan especial para mí. Permitidme dejar a un lado los sentimentalismos porque, de no ser así, un torrente de lágrimas me impediría poder escribir estas líneas en este momento. He decidido ser fuerte y centrarme solo en lo positivo, en todo lo bueno que me llevo de ella y mantener vivo su recuerdo, aunque sea solo a través de estas simples páginas de un cuaderno de la escuela de mi hijo mayor y no quieran ser leídas más que por mí misma.
Atesoro muchos y maravillosos recuerdos de la abuela María. Son tantos y tan bonitos, tan sumamente placenteros, que no sabría por dónde empezar. Solo os puedo decir que, en la mayoría de las ocasiones, me refería a ella como mamá. No se trata de que no tuviese claro quién era mi verdadera madre; por supuesto que lo sabía, pero lo cierto es que pasaba mucho más tiempo con la abuela María que con mi madre y era tal el cariño mutuo que sentíamos que, en el fondo, yo siempre la consideré una segunda madre.
La abuela, una mujer fuerte donde las hubiera. Con tan tierna edad, era mi modelo a seguir, si exceptuamos el punto de trabajar fuera de casa. Se levantaba bastante antes del amanecer y, cuando yo llegaba a su casa, ya tenía preparados los desayunos, para mí y para el abuelo. Preparaba la ropa del abuelo mientras este se afeitaba y, además, dejaba barrida toda la casa en el tiempo que mi abuelo tardaba en salir del cuarto de baño. Parecía uno de esos coches diminutos con los que jugaba mi hermano, los micro-machines, por la velocidad que llevaba en todo aquello que hacía. No tenía una gran estatura y además le sobraban unos cuantos quilos, pero la agilidad con la que se movía realizando las labores de la casa era sorprendente.
Una vez que el abuelo se iba a trabajar, solo entonces, la abuela se sentaba a desayunar. La recuerdo siempre con un gran tazón de café con leche y un pedazo de pan con aceite que iba mojando en el café hasta que casi no le quedaba nada en la taza para beber. Yo compartía la mesa con ella en silencio, siempre en silencio. Era el único momento del día en el que la abuela permanecía callada. Le gustaba disfrutar de su desayuno así, con tranquilidad, sin distracciones. Yo, inquieta como era a tan tierna edad, sabía perfectamente identificar ese momento como suyo propio, así que me limitaba a observarla en silencio. Era cuando aprovechaba para observar sus rasgos e intentaba identificar algunos de ellos como míos. Cada día encontraba algún detalle, por nimio que fuese, que tuviésemos en común. Reconozco que por aquella época veía a la abuela bellísima, a pesar de sus ya marcadas arrugas y de sus quilos de más. Yo soñaba con, algún día, cuando fuese mayor, ser como ella.
En mi pequeño rostro infantil destacaban sus ojos, azules como el cielo más claro de una cálida primavera. En los míos se reflejaba la inocencia y en los suyos la sabiduría y la experiencia que llevaba a las espaldas, pero en el fondo eran iguales. Lo mismo pasaba con las pestañas, largas y curvadas. Jamás vi a la abuela maquillada y eso era una de las tantas cosas que me gustaban de ella. No como mi mamá, que cada mañana me dejaba impreso en la mejilla el color de su lápiz de labios cuando me daba el beso de despedida. Yo siempre me frotaba mucho el moflete después, para eliminar ese color artificial que tan poco me gustaba. ¿Por qué se tenía que colorear la cara cada mañana? ¡Parecía un payaso!
Los mismos rizos rebeldes que enmarcaban la cara de la abuela, caían con intransigencia por mi frente. La abuela llevaba el pelo corto y coloreado por tintes, creo que esa era la única cosa artificial que llevaba encima, el color de su pelo. Cuando me decía que prefería llevar el pelo de color verde a tenerlo cubierto de canas, yo me reía como una loca imaginándola. «Yo también me lo teñiré cuando sea mayor», pensaba para mí. A ser posible, del mismo tono que la abuela, claro.
Por último, los labios, carnosos y jugosos. La abuela y yo teníamos los mismos labios y yo me sentía muy orgullosa de ellos. La única nota discordante era mi nariz. Yo la odiaba, ya de tan pequeña. Cuando nació mi hermano Juanma, lo primero que hice fue comprobar si tenía la misma nariz que yo. La suya era igual que la de la abuela. Ahora me avergüenzo de ello, pero llegué a odiar a aquel bebé insoportable, que se pasaba el día berreando, solo por el hecho de tener la misma nariz que la abuela María. Por supuesto, cuando crecí y me independicé, mis primeros ahorros fueron para una operación de estética en mi nariz.
La recuerdo como una mujer afable y cariñosa a más no poder, pero también cuadriculada y estricta. En este punto, he de decir que he heredado esa manía tan suya. Todas las labores de la casa estaban planificadas con una precisión milimétrica y, siempre, sin excepción, eran su prioridad. Minuciosa y ordenada hasta rayar lo obsesivo, dedicaba un tiempo preciso a diario para mantener la casa limpia. Yo tenía que quedarme en la cocina, habitualmente coloreando, mientras ella repasaba el polvo de los muebles hasta dejarlos impolutos y fregaba los suelos del piso. Día tras día, sin saltarse ninguno. Jamás la vi enferma o posponer sus autoimpuestas obligaciones para dedicarse a otra cosa.
Otras tareas tenían un día fijado por ella a la semana, con lo cual la abuela María siempre sabía con exactitud qué era lo que tenía que hacer aquel día. Por poner un ejemplo, los lunes era el día que dedicaba a lavar la ropa, siempre a mano. La recuerdo agachada de rodillas en el suelo del cuarto de baño mientras frotaba y frotaba la ropa en la bañera llena de agua espumosa. Nunca quiso tener una lavadora, como teníamos nosotros en casa, pese a las insistencias de mi madre por comprarle una. Utilizaba una pastilla de jabón de Marsella que inundaba el cuarto de baño con un aroma fantástico, el aroma de mi niñez. A día de hoy, ese aroma siempre evoca las mañanas de los lunes en casa de la abuela.
Yo me sentaba con ella en el suelo del cuarto de baño, a sus espaldas, y le pedía que me contase historias. Así, mientras la abuela frotaba y aclaraba, pasábamos una mañana que para mí era de lo más entretenida, pues siempre tenía una historia nueva que ofrecerme y a cada cual más interesante. Imagino que sus manos, envejecidas de manera prematura por aquellos trabajos, no opinarían lo mismo que yo.
Después de lavar la ropa, la ayudaba a tenderla. Había una pequeña terraza en el piso con unas cuerdas que iban de lado a lado en un improvisado tendedero. Durante la tarde, siempre estaba cubierta de sombra, pero por las mañanas la luz del sol la inundaba por completo. Entre los rayos de sol, que calentaban desde primera hora de la mañana, y el aire que siempre parecía soplar en aquella casa, la ropa ya estaba seca para la hora de la comida. Si la abuela se enterase de que yo ahora utilizo, no solo lavadora, sino incluso una secadora, se echaría las manos a la cabeza con aquel gesto suyo tan gracioso.
Después de explicaros la meticulosidad de mi abuela en lo que a las tareas del hogar se refiere, creo que resulta bastante obvio adivinar a qué dedicaba las tardes de los lunes. Después de echarnos un ratito de siesta tras la comida, lo cual era obligatorio, me preparaba la merienda y ella se dedicaba a planchar la ropa que había lavado con tanto ahínco por la mañana. A mí me encantaban las meriendas de la abuela, siempre eran muy distintas de las de casa. Podía ser una rebanada de pan con mantequilla y azúcar, un bollito de pan blando con chocolate, que era mi preferido, o alguno de los bizcochos, rosquillas o galletas que preparaba con asiduidad. Era una repostera magnífica.
Mientras yo merendaba, ella planchaba con un entusiasmo y una energía que, desde un primer momento, me resultaron chocantes. Siempre lo hacía cantando. Yo escuchaba su voz angelical mientras merendaba y, en el fondo, deseaba que aquellas maravillosas tardes de los lunes no acabasen nunca. El aroma de jabón de Marsella en las mañanas y el del calor de la ropa recién planchada por las tardes, son algunos de los recuerdos más bonitos que tengo de mi infancia. Normalmente, yo no había terminado aún de merendar cuando llegaba el abuelo de trabajar. Horas después llegaría mi madre a recogerme y yo aprovechaba aquellos minutos como si fuesen los últimos que fuese a pasar con mis queridos abuelos.
Si había algo que me gustase especialmente cuando estaba con la abuela era acompañarla al mercado. Como no podía ser de otra manera, dentro de su cuadriculada metodología, también había un día señalado para ir al mercado, el viernes. Cada semana, todos los viernes sin excepción, después de su calmado desayuno, tomaba el carrito de la compra y partíamos para el mercado. Parece como si lo estuviera viendo ahora mismo frente a mí. Era un carro que me parecía precioso, con un estampado de cuadros rojos y azules que se parecía mucho a las faldas escocesas que me ponía mi madre cuando tenía que arreglarme.
Esas mañanas en el mercado son otro de mis tesoros más preciados en un rinconcito de mi memoria. Me encantaba el ambiente que allí se respiraba. Solo con entrar me parecía ser absorbida por una esencia mágica, como si fuese un mundo totalmente distinto, una realidad paralela a la que se vivía fuera de aquel recinto. Numerosas voces me llegaban de todos lados, cada uno de los tenderos pregonaba alegre el género que vendía. Y aquello me maravillaba.
La abuela tenía por costumbre visitar siempre los mismos puestos, aquellos en los que los años de experiencia le aportaban el criterio suficiente para saber que su género era de calidad. Llevaba siempre el carro de una mano y con la otra apretaba fuerte contra su pecho el monedero, con la asignación semanal exacta para hacer la compra. Os digo yo que mi abuela hubiese sido una economista excelente. Todos en el mercado la conocían y aquella visita se convertía siempre en un intercambio de saludos con unos y otros. Al final, siempre se paraba a hablar cada dos por tres con algún conocido, de manera que la tarea de hacer la compra nos llevaba buena parte de la mañana.
En cada puesto siempre le regalaban algo. Era cliente de muchos años y eso se notaba. Tampoco faltaban caramelos para mí. A mí me invadía una sensación que no sabía identificar, me sentía muy bien, parecía que el corazón se me fuese a salir del sitio. Ahora, con el paso de los años, recuerdo aquella sensación y sé ponerle un nombre muy preciso. Era orgullo, me sentía muy orgullosa de mi abuela. Y aún lo estoy.
Si me hubiesen preguntado cuál de todos aquellos puestos que visitábamos me gustaba más, habría respondido sin dudarlo ni un segundo. El de las especias era, sin lugar a dudas, mi favorito. Era de los pocos que no visitábamos todas las semanas, así que, en cuanto podía, me escapaba un ratito a dar una vuelta por él. Cuando la abuela no me encontraba a su lado, siempre sabía dónde buscarme, en aquella pequeña tienda ubicada en el último rincón del mercado. Me encantaba aspirar el aroma que desprendían todos aquellos cuencos y la combinación de colores tan variados me hipnotizaba. Si por mí hubiese sido, habría renunciado a todos los caramelos que me hubiesen podido regalar en las demás tiendas por pasar una mañana completa allí.
Pero lo mejor de todo, la parte que con más cariño recuerdo de esas mañanas de viernes, era cuando regresábamos a casa. Algunas veces, cuando el carro no era muy pesado, me dejaba llevarlo un ratito. Eso me hacía sentir mayor. La abuela siempre sabía cómo hacerme sentir bien. Y, cómo no, la rutina se repetía con fidelidad. De camino a casa había un horno de pan artesanal, donde además elaboraban galletas y otros dulces. Todos los viernes entrábamos en el pequeño despacho y la abuela María me compraba una bolsita de galletas rizadas. Antes de salir de la tienda ya me había comido la primera. No he vuelto a comer unas galletas tan ricas como aquellas y tengo impregnado en mis recuerdos olfativos el delicioso aroma que recorría cada centímetro cuadrado de aquel despacho de pan.
Jamás sentí el envejecimiento de mi abuela María. En cuanto empecé la escuela se terminaron para mí aquellos fantásticos días en los que compartíamos todo y que tan buenos recuerdos me han proporcionado. En cambio, debía conformarme con un día a la semana, y solo a ratos, pues solíamos ir únicamente el sábado o el domingo a comer con los abuelos.
La cuestión es que yo fui creciendo y seguí viéndola semana tras semana. Yo la veía siempre igual, salía de viaje con el abuelo, llevaba una vida bastante activa y para mí continuaba siendo igual de preciosa que siempre. Con el paso de los años, me adentré de lleno en la adolescencia. Encontré una libertad de la que me creía merecedora por derecho. En mi interior me sentía adulta, aunque mi documento de identidad siguiese reflejando lo que para mí era una cruel minoría de edad. Comenzaron las salidas con amigos, cada vez hasta horas más altas de la noche. Dejé de visitar a los abuelos. En realidad solía hacerles una visita de cortesía, un par de veces al año a lo sumo.
Cuando quise darme cuenta, yo ya había rebasado la mayoría de edad y suplicaba a mis padres para que me dejasen el coche cada fin de semana. Creo que minimicé las visitas a los abuelos hasta llegar a cumplir solo en uno de los días más señalados de la Navidad, y ello por imperativo paterno.
Una de aquellas navidades acudí fastidiada a la cena de Nochevieja en casa de los abuelos. Yo quería ir a tomar las uvas con mis amigos y no me apetecía nada amuermarme en aquella casa que a aquellas alturas ya olía a rancio y a enfermedad. Aquella noche fui consciente de cuánto habían menguado los abuelos. Parecían haberse encogido ambos, encorvados como andaban ya con todos los años que cargaban a sus espaldas. Las arrugas los empequeñecían aún más, como si estuviesen siendo absorbidos por ellas.
A pesar de todo, la abuela María continuaba preparando la cena para toda la familia como antaño, aunque el cansancio en su rostro era más que evidente. No pude evitar un gran sentimiento de culpabilidad en mi interior, pues ni había sido consciente ni me había preocupado por su deterioro. Aquella noche no salí. La pasé sentada entre el abuelo y la abuela en el mismo sillón en el que saltaba cuando era niña, mientras veíamos uno de aquellos casposos programas de televisión típicos de las noches de fin de año. Me hice a mí misma la promesa de que volvería a acompañarles, al menos, una vez a la semana, como hacían mis padres. Incluso estos, ahora que me paraba a contemplarles, se veían más ancianos y cansados, desgastados por el trabajo y la vida. ¿Cómo había sido tan egoísta? Aquella noche comprendí que llevaba años pensando únicamente en mí. Y las lágrimas se me escaparon sin poder evitarlo, aunque logré camuflarlas en un último intento para mantener a salvo la poca dignidad que me quedaba.
Jamás pude cumplir aquella tácita promesa que me había hecho a mí misma. Tan solo cuatro días después, la víspera de la noche de Reyes, mi abuela María se marchó hacia el cielo sin ni siquiera despedirse de sus seres queridos. Pocos meses después la siguió el abuelo. A día de hoy, aún con lágrimas en los ojos, no puedo hacerles mejor homenaje que narrar mis recuerdos, esos que atesoro con tanto cariño. Y que permanecerán conmigo hasta que me reúna con ellos.
FIN
Ana Centellas. Marzo 2018. Derechos registrados.
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