El relato del viernes: «El regreso»

EL REGRESO

 

EL REGRESO

Soledad viajaba con el rostro apoyado contra la ventanilla, con un gesto sombrío que la acompañó durante todo el trayecto. Sus apenados ojos fueron testigos del paulatino cambio en el paisaje que, poco a poco, fue dejando atrás los altos edificios de la gran ciudad para adentrarse en las amarillas planicies de cereal de la estepa castellana. La duración del trayecto no fue muy extensa, pero a Soledad le parecieron días los que pasó encerrada en aquel vagón que la devolvía a la pequeña ciudad en la que nació.

No habían transcurrido ni diez años cuando partió hacia la capital para cumplir su sueño desde la infancia, ser actriz de teatro. Aún recordaba las tardes que pasaba en el desván de la casa familiar disfrazándose con los vestidos antiguos que habían quedado relegados al olvido en el baúl de la abuela, entre bolitas de naftalina y el polvo de los años. En su niñez, se veía como una famosa actriz que viajaría con su arte por los principales teatros de la geografía española, donde era despedida siempre con una enorme ovación. Las compañías se pelearían por tenerla entre su elenco de actores y sería famosa.

No bien hubo cumplido la mayoría de edad cuando, sin apenas dinero en los bolsillos y una pequeña maleta con lo indispensable, tomó aquel mismo tren en sentido contrario al del traqueteo sin pausa que la devolvía a la cuna cargada de decepción. Nunca contó con el apoyo de su familia, que veía una auténtica locura que dejase la apacible vida que tenía para marchar al infierno urbano y anónimo de la gran ciudad. Siempre creyeron sus aspiraciones a ser una reconocida artista como sueños propios de una niña y jamás pensaron que llegase a tener la firme determinación de cumplirlos. Por no hablar de la decepción que supuso para ellos que no continuase con el negocio familiar. Ni siquiera su hermano, con el que siempre había tenido mayor afinidad de ideas, le entregó el apoyo que necesitaba en aquellos momentos. De manera que se fue sola, una fría mañana de invierno, con el corazón encogido de dolor pero la sangre hirviendo a borbotones por la emoción que recorría sus jóvenes venas. Nadie acudió aquella mañana a despedirla a la pequeña estación de tren que suponía el punto de partida de su nueva y prometedora vida.

Comenzar de cero en una ciudad extraña, en la que no conocía a nadie, no resultó ser para nada fácil. Los primeros meses, de hecho, se convirtieron para Soledad en un auténtico infierno y a punto estuvo de tirarlo todo por la borda y regresar a su casa con las orejas gachas. Por suerte o por desgracia, no lo hizo. Sobrevivió como pudo en un minúsculo apartamento de alquiler en el que llegó a conocer de primera mano el verdadero significado de su nombre. Muchos fueron los trabajos mal pagados que tuvo que realizar para llegar a duras penas a fin de mes antes de conseguir su primer papel secundario, por no decir figurante, en una pequeña compañía de teatro de barrio.

Soledad tenía talento y, tras varios años, consiguió su primera gira con una compañía de cierto nivel. Hizo muchos amigos, la vida parecía sonreírle al fin y su pequeño cuento de la lechera iba comenzando a tomar forma. La primera actuación en su ciudad natal la llenó de orgullo, pero también le dejó un agrio sabor en la boca del estómago, donde un tenso nudo se había instalado desde que fue consciente de que su familia ni siquiera se molestaría en ir a verla. Fueron años controvertidos, en los que los buenos y los malos momentos se fueron sucediendo sin orden ni concierto. Aquello que un día había creído motivo de alegría, en realidad resultó ser la antesala de un sinfín de decepciones y malos tragos. Descubrió que todos aquellos amigos que tanto la acompañaban en los buenos momentos, a la hora de la verdad desaparecían sin dejar rastro en cuanto mostraba la más mínima necesidad, y solo estaban motivados por el más puro interés. Llegó un momento en que su vida le resultó intolerablemente vomitiva.

La decisión de abandonar su sueño y regresar a su ciudad no fue tomada a la ligera, ni mucho menos. Fue acompañada de mucho sufrimiento, esfuerzo y sacrificio, además de largas noches en vela intentando discernir qué sería lo correcto. Una vez tomada, resultó todo un alivio.

Era ya noche cerrada cuando el tren que la devolvía al punto de su tardía adolescencia donde se quedó hizo su entrada en la estación. Apenas quedaba gente en los vagones y el andén estaba prácticamente desierto. Un viento gélido le dio la bienvenida en cuanto puso el primer pie en la plataforma. Ya casi no recordaba la crueldad del invierno en su ciudad. La neblina comenzaba a agolparse en torno a las farolas que iluminaban la estación y, de pronto, la sensación de alivio que le había procurado la decisión de regresar se fue transformando en una bien diferente de vacío desapacible. Buscó con la mirada a su familia, a los que llevaba avisando durante semanas de su vuelta. Una última persona corría hacia el interior del edificio en busca de abrigo. Nadie más quedaba en el frío de la noche. Una vez dentro, solo encontró rostros extraños entre las pocas personas que a aquellas horas aún quedaban en el lugar.

Regresaba de la misma forma en que partió, sumida en la más absoluta soledad. Con una lágrima amenazando con suicidarse del lagrimal, rumió una vez más el pensamiento que durante todo aquel tiempo se había ido formando en su mente, cuestionándose si su nombre no habría condicionado de alguna manera su vida o si solo se trataba de una desabrida casualidad.

Ana Centellas. Agosto 2018. Derechos registrados.

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*Imagen: Pixabay.com (editada)

228. CALM

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Publicado por Ana Centellas

Porque nunca es tarde para perseguir tus sueños y jamás hay que renunciar a ellos. Financiera de profesión, escritora de vocación. Aprendiendo a escribir, aprendiendo a vivir.

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