Carga el peso de una vida
sobre su espalda de cera
y cada día descubre,
al acariciar su rostro,
el surco marcado y profundo
de alguna arruguita nueva.
Ella siente a estas alturas
que son los años que pesan
los que le encorvan el cuerpo,
los que blanquean sus sienes
cuando recoge el cabello
en su trenza de princesa.
Pasea por los recuerdos
por la mecha de una vela
que pronta está de apagarse,
que puede que la ilumine
durante un día, un mes, un año
o a saber lo que le queda.
Presta marcha por la vida
ligera ya de maletas,
no desaprovecha el tiempo
y siempre sonríe a aquellos
que con todo su cariño
la abrazan diciendo abuela.
Y María allí en la playa,
sentada sobre la arena,
en su soledad marchita
mira su rostro en el agua
y el espejo le devuelve
la imagen que en verdad tiene,
la de una niña pequeña.
Es en noches como esta,
sombrías y taciturnas,
en las que no encuentro misericordia
que se apiade ni un instante
de este maltrecho mortal,
preso del pensamiento
que avanza presto,
sin tregua,
ahogado en las aguas turbias
que brotan con reciedumbre
del manantial del olvido.
Ojalá una de estas noches
llegue a compadecerse de mí
y me otorgue la clemencia
de mantener mis recuerdos,
que ya fueron olvidados,
a salvo de todas las linfas
que afloran del manantial.
Ojalá que mis olvidos
caigan en el olvido.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.
Hoy me he
levantado como si me hubieran dado una paliza. Tal cual. Parece que acabara de
salir de un ring de boxeo después de tener que medirme con el contrincante más
pesado que había entre los adversarios. Creo que me ha dado un buen repaso a
todos los huesos. Vamos, que me ha dejado para hacer choped, como mucho, y eso
siendo optimista, porque ya creo que ni para eso valdría.
El caso
es que ni por asomo se me ocurriría entrar en un ring de boxeo. Con lo canija
que soy yo, ni hablar, me dejaría más púrpura que mi camiseta del 8M. Ni
tampoco creáis que ayer me dio por correr una maratón ni nada parecido. Que va.
He sido todo lo prudente que mi alocada vida me permite, pero, aun así, no hay
un solo músculo o hueso de mi cuerpo que no se esté quejando en estos momentos.
Por no hablar de la calentura que tengo, porque estoy más caliente que un
relato erótico. Si al menos estuviese yo para esas fiestas, pero no. Que casi
no puedo ni moverme, vamos, si parezco una abuelita que ha perdido su bastón.
Si os
digo que a cada instante la calentura se olvida de mí e intercambia los papeles
con un frío que parece que el polo norte se haya instalado debajo de mi
mantita, supongo que ya habréis imaginado, porque sois chicos listos, qué es lo
que me pasa. Sí, tengo fiebre. Y mirad que yo no tenía fiebre desde que era
pequeña, que me paso los años sin un simple resfriado.
Como a mi
doctor de cabecera ni siquiera lo conozco, ni me planteo pasar por consulta,
que luego ya me sé yo lo que pasa, que te pillan los médicos por banda y ya no
te sueltan y como una ya va teniendo una edad… Que si vamos a hacer un
chequeo, que si vamos a hacer una analítica, que si esto, que si lo otro, que
si ya no te suelto y no quiero. Así que no sé exactamente qué es lo que me
ocurre.
Me han
dicho por ahí las malas lenguas que es un virus, que se me ha metido en el
cuerpo como espíritu maligno y por eso estoy así cual niña del exorcista.
Seguro que era pequeño, feote y cobarde. Porque no le vi venir que si no, se
iba a haber tenido que medir conmigo en un ring de boxeo, a ver quién ganaba.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.
Por los pliegues insensibles de mi
alma
se me cuela alguna vez un sentimiento
que convierte en cicatrices las heridas
y que viene a recordarme
que, a pesar de lo sufrido,
aún no he muerto.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.
Te
despediste de mí y juraste que volverías. Desde la ventana, semioculta tras la
vaporosa cortina que intentaba proteger la intimidad del que fue nuestro
dormitorio, te vi alejarte caminando por nuestra calle. Aún no había amanecido
por completo y una densa niebla cubría nuestro barrio en aquella desafortunada
mañana del mes de enero. Con una mochila colgada al hombro como único equipaje,
tus pasos se fueron arrastrando con lentitud hasta adentrarse en la penumbra
que derramaba la fría bruma. Cuando quise darme cuenta te había perdido de
vista y nunca supe si fue debido a la niebla o a las lágrimas que empezaban a
empañar mis ojos.
Juntos
habíamos escrito una historia que quizás no fuese perfecta, pero era la nuestra
y, para mí, la mejor que hubiese podido imaginar, porque la habíamos escrito
entre los dos. Nada más me importaba que no fuese estar a tu lado. Nunca quise
vivir en un cuento de hadas ni evitar todas las preocupaciones que pudiésemos
llegar a tener, porque siempre presentí que a tu lado, los dos juntos,
podríamos con todo. Me sentía invencible y esa sensación era maravillosa.
Invencible, feliz y, sobre todo, enamorada. Siempre pensé que el amor movía
montañas y hasta aquella mañana creía en ello con una fe ciega.
Pero para
ti no era así. Buscaste para nuestra relación una perfección innecesaria,
basada en condicionantes externos que la convirtiesen en, según tú, ideal. Ello
pasaba por lograr una estabilidad económica de la que ambos carecíamos y, en
busca de ella, partiste hacia el extranjero aquella mañana de niebla y frío del
mes enero. Me dejaste sola, únicamente acompañada por buena parte de tu ropa
que colgaba lánguida del armario común, y de una promesa de regreso en la que
no tuve el valor de creer. Ya ves, nunca he confiado en juramentos, solo en
hechos, y jamás me he equivocado al hacerlo.
Te
despediste de mí y juraste que volverías. Y lo hiciste. Varias décadas después
y con una familia extraña que nada tenía que ver conmigo. Conseguiste escribir
una historia perfecta, la que siempre habías soñado, pero te olvidaste un
pequeño detalle: incluirme en ella. Ya no es tan perfecta, ¿verdad? Ojalá
hubieses comprendido a tiempo que, entre tus páginas y las mías, nuestra
historia ya era insuperable.
Ana Centellas. Octubre 2018. Derechos registrados.
Pensaban
que nunca llegaría, que aquel largo año que tenían por delante sería eterno,
pero fue como todos los anteriores, un minúsculo punto en la inmensidad de la
existencia. Los días, las semanas, los meses, pasaron con una velocidad
vertiginosa y, cuando quisieron darse cuenta, la sombra del final del año
planeaba sobre sus cabezas con actitud intimidatoria, amenazando de esta manera
con ponerle un punto y final a aquel proyecto tan bonito que habían comenzando
juntos.
Un año,
ese era el trato. Ni un día más, ni uno menos. Un año en el que trabajarían
juntos, codo con codo, golpeando con fuerza a las vicisitudes del camino para
ofrecer al mundo las más hermosas historias, las más extravagantes
divagaciones, las más fantásticas aventuras con las que brindar al público una
fuente de evasión.
Así lo
hicieron. Semana tras semana, ninguno faltó a la cita. Muchos de ellos ni
siquiera llegaron a conocerse, pero el propósito de un fin común era más que
suficiente para otorgarles a todos un nexo de unión inquebrantable. Durante ese
año, casi pudieron decir que fueron felices, porque lo cierto era que, el mismo
proyecto que ofrecían al mundo, les servía a ellos mismos como un venero del
que manaba la ilusión.
Pero el
tiempo, como siempre, fue implacable. Sin apenas hacer ruido, el último domingo
del año había llegado. Era su última cita, el último encuentro virtual de
centenares de manos que pugnaban por no separarse jamás. No hubo lágrimas en
esa postrera reunión, sino todo lo contrario. Solo sonrisas y brindis se
derrochaban por los complicados recovecos de la red, esa que tan bien habían
sabido aprovechar para tejer una propia en la que sentirse protegidos del
exterior.
El fin
había llegado, pero, con él, se puso también de manifiesto la firme determinación
de continuar golpeándole a la vida con bolígrafos, plumas y teclas, hasta que
esta perdiese la agresividad que tanto la caracterizaba.
Así lo
hicieron, para alegría de unos y para desesperación de otros, los golpistas
continuaron aporreando a la vida durante otro año más. Ninguno de ellos puso
aún el punto y final.
Ana Centellas. Diciembre 2018. Derechos registrados.
Este relato puso punto y final a dos años de andadura con el proyecto Los 52 golpes. Un total de 104 ejercicios entre los que espero que, como bien decía Bradbury, haya habido alguno bueno. Si bien es cierto que es el cierre de una etapa, como siempre digo, no es un punto y final. Es un continuará…
—¡Mamá,
mamá! —gritó Lucas emocionado al entrar por la puerta de su casa —. ¡Puedo
tocar las nubes!
Su madre,
que en ese momento estaba tomando un café sentada a la mesa de la cocina, le
sonrió con ternura. Qué cosas tenía aquel muchacho. Desde muy pequeñito había
tenido una imaginación prodigiosa.
—¿De
verdad, cariño?
—¡Sí,
mami! ¡Las he tocado! ¡Las he tocado! ¡Las he tocado con mis dedos!
La
emoción en la cara de Lucas era más que evidente. Su madre miró a través de los
empañados cristales de la ventana. Aquella fría mañana de domingo había
amanecido lloviendo y las nubes, de un intenso color gris oscuro, cubrían todo
el cielo sin dejar un resquicio. La lluvia caía con lentitud, como si estuviera
ralentizada, pero con constancia. Amplios charcos tapizaban el suelo por
doquier.
Apenas
había gente por las calles, deberían de estar todos resguardados en el interior
de sus casas, al amparo de la calefacción, para disfrutar de aquella mañana de
domingo de la mejor manera que podía imaginar, en familia. Una sombra de
tristeza cubrió su rostro, pero hizo un gran esfuerzo por apartarla casi de
inmediato. Pronto haría un año desde que el padre de Lucas no estaba con ellos
y aún dolía. Mucho. Por suerte, parecía que el pequeño lo estaba llevando
bastante bien. Por supuesto que había momentos en los que preguntaba por él y
rompía en un denso llanto por el que poco se podía hacer para consolarlo, pero,
en general, parecía feliz.
Sus
pensamientos viajaron hacia momentos más agradables. A Lucas siempre le había
encantado la lluvia. Incluso cuando era un bebé, las más intensas carcajadas
las soltaba cuando lo sacaban a la calle en su cochecito y las gotas de lluvia
caían sobre su rostro. Cuando aprendió a andar, descubrió el placer de saltar
sobre los charcos y, desde entonces, no había día de lluvia en el que no se
calzase sus botas de goma, se enfundase dentro de su chubasquero amarillo y
saliese a disfrutar de su fenómeno preferido. Como aquella mañana de domingo.
Su
ensimismamiento se vio interrumpido por una pregunta que, lanzada así, a
bocajarro, casi provoca que la taza de café que sostenía entre las manos fuese
a estrellarse contra las baldosas negras y blancas del suelo de la cocina.
—Mami, allí
en el cielo, con las nubes, está papi, ¿verdad?
No supo
qué decir. Las palabras se le esfumaron, tan cobardes como culpables, huyeron
por la puerta de atrás de la cocina y la dejaron en la estacada. Tampoco
importó. Aquella pregunta, comprometida como pocas, se le había olvidado a
Lucas apenas un segundo después. La lágrima que amenazaba con precipitarse de
su ojo izquierdo regresó a su cómoda posición.
—¡Ven mamá,
ven! ¡Verás cómo toco las nubes!
Ni tiempo
tuvo para responder. El niño ya había salido corriendo por la puerta. Se
levantó despacio y se dirigió hacia la ventana para ver mejor. Con el paraguas
sobre los hombros, el pequeño se agachaba para tocar, con mucho cuidado, el
reflejo de las nubes que, sonrientes, lo saludaban desde un charco.
Solo mi almohada conoce
hasta el punto en que te echo de menos,
solo ante ella me he permitido
dejar que fluya mi debilidad,
es el único testigo de mis jornadas insomnes,
de mis lágrimas que escuecen
y de todos los silencios
que me envuelven y me mecen
hasta que mis ojos rojos
se secan de tanto gritar.
Solo en mis noches de ausencia
permito que tus recuerdos
me embriaguen con su fragancia
que jamás pude olvidar,
son las únicas que saben de mis delirios sin dueño,
de los besos extraviados
sin bocas que los encuentren,
mendigos cariacontecidos
que sin lágrimas suplican
por un pedazo de pan.
Solo mis sábanas saben
que es tu ausencia quien me mata,
que poco a poco consume
el brillo de mi mirar,
solo ellas atestiguan que en las noches más aciagas
busco entre ellas tu aliento,
el que me mantiene con vida
como un autómata sin miedo
para seguir caminando
durante otro día más.
Y es entonces cuando le hago el amor a tu recuerdo.
Caminé descalza y sin rumbo
por las brasas del infierno,
descendí los escalones
que serpenteando llevaban
al sótano de mis sueños
buscando un pedazo de cielo
y sin quemarme la piel.
Busqué por los recovecos
más sórdidos del averno,
aposté con mis demonios
en la timba del pecado,
compartí un trago con ellos
y sorbí de su veneno
para infiltrarme en su secta.
Llegué a convertirme en líder
de una corte de diablos,
forajida del abismo
sin armas con que luchar
contra el cruel pensamiento
que me convirtió en diablesa
por credo y por convicción.
Ahora vago entre las ascuas
candentes del desespero,
en busca de la escalera
que me llevó hasta el infierno
para, peldaño a peldaño,
cauterizar mis quemaduras
con un pedacito de cielo.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.
Me
encanta viajar en metro. Así, como lo oís, me encanta. Lo que para muchos puede
resultar incluso un auténtico calvario, para mí es una experiencia de lo más
placentera. De hecho, se podría decir que es una de mis aficiones preferidas,
por no decir mi predilecta. Así como a otras personas les gusta dedicar su
tiempo libre a bailar, escuchar música, viajar, hacer algún deporte o un sinfín
de posibilidades más, a mí lo que más placer me produce es viajar en metro.
Llamadme friki si queréis, no me
importa. Además, produce un efecto relajante en mí que en más de una ocasión ha
provocado que despertase sobresaltado en las cocheras…, pero eso ya es otra
historia.
Descubrí
mi pasión por el metro cuando llegué a Madrid, con apenas dieciocho añitos
recién cumplidos, para buscarme un porvenir que en mi pueblo natal
supuestamente no tenía. El bullicio de la gran ciudad me cautivó, así, sin más.
Pero la primera vez que me sumergí en sus entrañas para desplazarme hasta mi
centro de estudios, descubrí la magia que encerraban todos aquellos túneles y
vagones incesantes. Podía pasar horas viajando en aquellos trenes, más modernos
unos, como sacados del pasado otros. Bajaba en cualquier estación al azar para
recorrer los túneles que conectaban con otra línea y mezclarme con todo el
gentío que caminaba en todas direcciones con prisa. Me detenía ante los músicos
que, en ocasiones, encontraba en ellos y disfrutaba de ese arte, que era como
un obsequio que pocos se paraban a admirar.
Me
enamoré sin previo aviso y de manera irrevocable de toda aquella maraña de
sensaciones que encerraba el metro, hasta el punto de que, en mis días libres y
hasta hoy, bajo caminando hasta la boca más cercana a mi casa para deambular
por esas galerías como quien sale a pasear por el parque.
Lo que
más me gusta de los viajes en metro es mezclarme con la gente y observarla. No
sé si será mi vocación de sociólogo, pero cuando más disfruto es cuando el
vagón está repleto y puedo curiosear en las diversas personalidades de
una manera casi discreta. La mayoría va a lo suyo, enganchados al teléfono
móvil, leyendo algún libro o, simplemente, con los ojos cerrados fingiendo, o
no, algún sueño que se quedó atrasado. Pero, si prestas atención, las
conversaciones que puedes escuchar pueden llegar a ser de lo más interesantes.
Más incluso pueden serlo aquellas que no precisan de palabras. Recuerdo en una
ocasión un juego de miradas tan intenso que terminó en una estación, imagino
que no era la de los dos, con un roce de manos mientras salían por la puerta
del vagón.
En el
metro de Madrid he sido testigo de infinidad de coqueteos, a saber cuántas
historias de amor se han forjado entre los viejos vagones. He llegado a ser
testigo incluso de algún escarceo no apto para todas las edades. Y también de
las situaciones más variopintas. Quizá algún día me siente a escribir un libro
con las historias que me ha ido contando el metro. Sería interesante, ¿no
creéis?
De
momento, seguiré disfrutando de mis viajes socio-culturales en metro, sin poder
evitar una sonrisa cada vez que escucho por megafonía aquello de «Metro de
Madrid informa…» Si yo informase de todo lo que sucede en el metro de
Madrid…