
La última margarita
No se pudo morir antes la primavera. Aquello fue casi un suicidio, un óbito premeditado que envió al destierro todas las flores que habitaban en mi jardín. Después de un largo y brutal invierno, mis esperanzas por encontrarte fenecían al mismo ritmo que el raudo avance del marchitar de todos aquellos brotes que, sin llegar a germinar, se agostaban con el transcurrir de los días.
Fui testigo silencioso del deceso de la primavera, sin que hubiese nada en mis manos que pudiese hacer para evitarlo. Fui tan solo un mero espectador que derramaba lágrimas ante aquel prematuro funeral, como si con ellas pudiese devolver la lozanía a los pétalos marchitos que languidecían bajo mi estática mirada. Fueron sollozos inútiles.
La frescura y la juventud dieron paso en pocos días a los surcos castigados de un estío prematuro que se reflejaba en mi rostro sombrío, un auténtico sicario de las margaritas desvalidas que un día pintaron de sonrisas desdentadas mi rostro cuajado de cal, que, mezclada con mis lágrimas, resultó mortal para mi primavera ausente.
Sucumbieron sin posibilidad alguna de soslayo todas las margaritas que nacieron con la intención de convertirse en un inmenso vergel. Abrasadas por el sol, todas murieron bajo mi mirada atenta y acusadora que, poco a poco, fue quedando vacía de ilusiones.
Pero más allá de la inmolación colectiva del florecimiento, te vi. Te resistías a abandonar tus pétalos, a esconderte de mi mirada magnicida, a dejarte morir simplemente como hicieron las demás.
Fuiste la última margarita que me quedaba por deshojar.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.

*Imagen: Pixabay.com (editada)
