
Toma mis manos
Se hizo la oscuridad. Así, de pronto, sin previo aviso y sin saber por qué. Ni siquiera recuerdo qué estaba haciendo en el momento en que todo se tornó oscuro. Oscuridad y silencio, eso era todo lo que me envolvía. Un silencio denso que casi podía masticarse, como si tuviese la cabeza recubierta por un fuerte envoltorio de algodón que impedía que llegase a mí sonido alguno. Jamás había experimentado tal nivel de silencio absoluto y, por unos instantes, debo reconocer que sentí miedo.
Me encontraba sumida en unos niveles de ceguera y sordera alarmantes, como nunca antes había sentido. Ese miedo, que era más un ligero temor ante lo desconocido, se fue desvaneciendo como el humo en volutas conforme me iba acostumbrando al intenso silencio. A partir de ese momento, la sensación de bienestar fue absoluta. Me encontré mecida en una calma hasta entonces desconocida, tan placentera, que hubiese podido permanecer en ese estado para siempre.
No sabía dónde me encontraba ni quién era, pero tampoco me importaba. Lo único importante en aquellos momentos era la paz que me envolvía como una suave telaraña tejida con mimo a mi alrededor, como si me encontrase en el interior de un capullo que albergara con delicadeza a la más tierna de las mariposas.
De pronto, comencé a escuchar. Al principio eran sonidos suaves y lejanos, un murmullo en la distancia que no interfería con mi comodidad, pero, según avanzaba el tiempo, comencé a diferenciar voces que me incomodaban, que trataban de sacarme de mi confortable refugio, a pesar de sonar afables. Las palabras fueron poco a poco tornándose más nítidas, llegaban hasta mis oídos con una claridad meridiana, como la que con lentitud pretendía también filtrarse a través de mis ojos.
Me estaban llamando. No sabía de dónde provenían aquellas voces, pero me estaban llamando. Me resistía a abandonar mi pequeño nido, tan bien tejido en la nada más absoluta, pero era tal su insistencia que, al final, tuve que prestarles atención.
—Vuelve, Alba, vuelve. Abre los ojos. Toma mis manos.
Era una voz desconocida que parecía tener un especial interés en mí y me picó la curiosidad. Emití un quejido al tratar de dejar la placidez del silencio.
Entre las tinieblas vislumbré unas manos que, tendidas hacia mí, parecían invitarme a acompañarlas. Otra vez esa voz.
—Abre los ojos, Alba. Toma mis manos.
Aquellas manos ante mis ojos, solitarias en el abismo de la oscuridad que las rodeaba, fueron para mí como un enorme imán que me atrajo hacia la luz sin poder evitarlo. De manera abrupta, la oscuridad desapareció. Nunca volví a estar sumida en un silencio tan acogedor. Abrí los ojos de golpe y miré a mi alrededor. Estaba tendida sobre una camilla en un habitáculo que parecía ser un quirófano. Una cara amable se interpuso ante mi campo de visión y me tendió sus manos para acariciarme el rostro.
—Bienvenida de nuevo, Alba.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.

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*Imagen: Pixabay.com (editada)
