El tedio carcome la noche que mantiene
la espera
de un nuevo encuentro furtivo antes de que raye el sol.
Ni siquiera las sedas que recubren mi cuerpo
resisten los impulsos provocados por esta desazón.
Caen al suelo con desgana, roídas por la impaciencia,
ultrajadas a deshora sin permiso ni extrema unción.
Las pupilas se vuelcan en resolver un anhelo
más allá de los límites de mi propio balcón.
Ni tan solo la brisa que acaricia mis senos
se basta en la noche para aplacar el calor.
Calor.
Murmullos.
Silencio.
Desesperación.
Y mi cuerpo anhelante se deshace en suspiros
que en volandas llevará el viento
hasta el último instante en el que escuché tu voz.
Aquel
día, la lluvia mojaba las calles de Londres como tantas otras veces. Llevaba ya
un año allí y aún no me había acostumbrado a ese gris que parecía invadirlo
todo, que alcanzaba hasta los corazones de la gente que, siempre con prisas,
iba de un lado para otro sin detenerse ante nada, como la niebla. Creo que
podía contar con los dedos las veces que había visto lucir el sol en todo su
esplendor. Eran días en los que aprovechaba para pasear por Hyde Park, darle
unos momentos de relax a mi alma y, de paso, tomar unas fotografías radiantes
que luego enviaba a mi familia para que comprobasen que la vida allí, al fin y
al cabo, no era tan dura como ellos se pensaban.
Aquel día
no había habido tanta suerte. La niebla de la mañana había dado paso a un día
lluvioso que, sin saber muy bien por qué, me tenía sumido en una intensa
melancolía que me hizo tener un aspecto alicaído como pocas veces. Incluso el
día en la oficina había sido anodino, poco fructífero, gris, como el cielo.
Cumplí mi jornada a duras penas y para cuando salí a la lluvia, ya era de
noche. Esa era otra de las cosas que peor estaba llevando de mi estancia en
Londres, esas tardes oscuras que invitaban a poco más que a refugiarse en casa
a esperar a que comenzase un nuevo día.
Sin ganas
de caminar bajo la lluvia el escaso trayecto que me separaba del metro, refugié
mis penas en el Starbucks de la
esquina. Un buen café caliente siempre me había servido para algo más que para
caldear el cuerpo. Pedí un expreso doble y me senté en una pequeña mesa
redondeada que lucía una especie de damero dibujado, cercana a la ventana,
desde donde podía contemplar la lluvia y recrearme en mi melancolía. Entonces
la vi.
En la
mesa de al lado, una muchacha con idéntica expresión de melancolía daba vueltas
con desgana a su cucharilla en una taza de café que ya no humeaba. Ni siquiera
reparó en mí, absorta como estaba en sus pensamientos, de los que no dejaban de
salir sonoros suspiros, pero yo fui incapaz de separar mi mirada de ella. La
languidez de su semblante desprendía para mí un magnetismo irresistible, a la
vez que una inmensa empatía por saber de alguien que veía el día tan gris como
yo, por mucho que sus motivos, con total seguridad, fuesen muy diferentes de
los míos. Lo cierto era que yo ni siquiera sabía cuáles eran los míos.
Al cabo
de unos minutos, la muchacha se fue, dejando el café sin probar y un extraño
vacío en mi interior. El local estaba lleno, pero para mí era como si se
hubiese vaciado de pronto y me invadió una congoja para la que solo conocía un
remedio: uno de mis largos paseos por Hyde Park. Salí a la calle prácticamente
abrazado a mi vaso de café sin importarme la lluvia que continuaba derramándose
sobre aquella ciudad que aún era una extraña para mí.
Poner un
pie sobre los caminos de tierra mojada del parque y experimentar una intensa
sensación de alivio fue todo uno. La lluvia, en lugar de incomodar, parecía ir
purificándome poco a poco, como si arrastrase consigo la morriña que me había
acompañado durante todo el día y se la diese de beber a la lluvia, quedando
sepultada bajo la fría tierra londinense.
Con el
ánimo ya más ligero, la volví a ver. Era la chica de la cafetería, ahogando sus
penas bajo la lluvia del parque, como yo, solo que ella no parecía haber tenido
tanta suerte. Estaba sentada sobre uno de los bancos, empapada, y sus lágrimas
se mezclaban con el agua que caía del cielo, formando una unidad con ella. Me
acerqué con cautela y le tendí una mano. Supongo que fue la desesperación del
momento, pero la tomó con fuerza, se levantó del banco y se guareció contra mi
cuerpo en un abrazo que creo que fue más reconfortante para mí que para ella.
No nos dijimos
nada, solo paseamos. Deambulamos bajo la lluvia por Hyde Park, por las
callejuelas más solitarias de Londres, por las avenidas más concurridas,
durante horas. El Big Ben nunca me había parecido tan bonito ni los autobuses
más brillantes como aquella tarde lluviosa de invierno. En silencio, agradecía
a la lluvia haber hecho acto de presencia aquel fortuito día.
Nunca más
la volví a ver. Ni siquiera llegué a conocer su nombre. Pero, desde entonces,
todos los días lluviosos, la mayoría de días en esta bendita ciudad, paso la
tarde en el Starbucks que hay bajo mi
oficina, con la esperanza de volver a encontrarme, por casualidad, con la chica
de la mirada triste.
El sentimiento florece
como los campos al sol,
fuerte,
curtido en la adversidad,
raudo,
con la premura que otorga
el paso de las estaciones
mientras estaba cubierto
de trémulas nubes y lluvias
que regaron su interior.
Al fin despunta y desgrana
lo que había guardado dentro,
cohibido,
y pierde toda mesura,
valeroso,
para salir a la vida
y contar a los cuatro vientos
que está presente en silencio
con la fuerza que le han dado
cuatro mil rayos de sol.
Queda libre de corazas,
solo es puro sentimiento,
desnudo,
sin filtros que los disfracen,
potente,
convincente como él solo.
No habrá nadie que le frene
ni le diga que no puede
comerse el mundo a dos manos
saliendo del corazón.