Ahora teje el sentimiento
con cierta melancolía
una cobija
de suave lana cardada,
sublime,
en la que poder guarecerse
del otoño que le ronda
sin conceder ni una tregua,
para guardar los ardores
del tiempo que ya pasó.
Envuelto en el tul tejido
se adormece y se acomoda,
aún tibio,
descansa con el aliento
tenue
de saberse protegido
de todas las inclemencias
que pudieran ocurrirle
en su era enmohecida
por la lluvia de su lacrimal.
Así se duerme arropado,
acurrucado en su olvido
temprano,
mientras disfruta su siesta
otoñal,
ajeno a los crueles fríos
que le acechan a escondidas
entre las ramas doradas
que destellan e hipnotizan
cuando reflejan el sol.
Se escucharán los aullidos
que al silencio de la noche
lance mi cuerpo maldito
para cumplir el castigo
que merezco por vivir,
mientras me fumo la niebla
que me recorre las venas
y la convierto en silencios
disfrazados de alaridos
que volarán con el viento
hasta que mis propios oídos
dejen de una vez por todas
de escuchar algún sonido.
Vestirán de rojo intenso
las sombras que en mi agonía
recubrirán mis costados
para que cumpla con creces
la penitencia auto impuesta
en el letargo de un día
en que me creí morir.
Saldrán todos mis fantasmas
a recrearse en la escuela,
a pasear por mis limbos
de eternas noches de alcohol
y reconoceré en mis noches
la sombra de esa gran duda
que planea por mi mente
dejando morir mi cuerpo
en un orgasmo infinito
que solo podré otorgarme yo.
Ha sido
esta misma mañana cuando la he visto, nada más levantarme. Aún no había salido
el sol cuando mi despertador decidió interrumpir el plácido sueño en el que
estaba sumida, sin importarle en ningún momento que anoche se me hiciesen las tantas
y que solo llevase apenas cuatro horas de merecido descanso. Y no lo culpo, que
conste, si al final él solo hace lo que yo le pido, pero sí es cierto que sería
de agradecer que tuviese un poquito más de guante blanco a la hora de
interrumpir mi agradable estado narcótico, que tampoco creo que sea pedir
tanto, sobre todo si se trata, como hoy, de un lunes por la mañana.
A pesar
de todo, me he levantado con agilidad y una cierta dosis de alegría, cosa
extraña en mí si tenemos en cuenta el innombrable día que daba comienzo.
Incluso podía adivinarse en mi rostro una incipiente sonrisa cuando llegué al
cuarto de baño, ignorante dentro de mi inocencia de cuán fugaz sería. Fue en
ese preciso instante, nada más encender la luz, cuando la vi, incluso con los ojos
medio cerrados, como los llevaba en aquel momento. Los entrecerré de nuevo,
forzando un ligero parpadeo que me terminase de sacar del sueño o, mejor dicho,
de la pesadilla en la que imaginé seguir inmersa. Porque eso debía de ser lo
que estaba pasando, aún no estaba despierta por completo y por ello veía algo
que, en realidad, no estaba allí.
Me
acerqué con sigilo a mi propio reflejo en el espejo que, atemorizante, me
devolvía una incrédula expresión en el rostro. Allí estaba ella. Cerré
nuevamente los ojos como si con aquel gesto, el de volverme invisible para
ella, la muy pérfida pudiera volverse invisible también para mí. Sin embargo,
no fue esa mi suerte esta mañana y, al volverlos a abrir, allí seguía,
mirándome desde la desportillada luna del espejo de mi cuarto de baño. Si no
fuese por el hecho de que vivo sola, hubiese incluso pensado que se trataba
solo de una broma de mal gusto, con una cámara oculta dispuesta a inmortalizar
mi desmesurada reacción.
Conforme
la volví a ver, reconocí de inmediato los síntomas que hacía tanto tiempo creía
olvidados. El corazón palpitaba con fuerza dentro de mi pecho, con tanta que
era el único sonido que alcanzaba a llegar hasta mis oídos. El oxígeno comenzó
a escasear en el pequeño cuarto y mi respiración se volvió convulsa,
desesperada, intentando obtener con intensas aspiraciones a través de la boca
aquel aire que parecía no llegar a mis pulmones. Estaba empezando a sufrir un
ataque de pánico. Suerte que logré contenerlo a tiempo, pero el consiguiente
agotamiento me pilló desprevenida.
Con manos
temblorosas, logré telefonear a la oficina para informar de que me encontraba
indispuesta y que hoy trabajaría desde mi casa. Aquí llevo todo el día,
cobijada en el seguro refugio de mi soledad, intentando aprender a convivir con
ella, con esa nueva arruguita que, desde esta mañana, me observa, orgullosa,
desde el otro lado del espejo.