
El último episodio
La casa está en silencio. Hace ya tiempo que todos duermen y la oscuridad es completa. Menos mal que mis pupilas tienen este maravilloso don de adaptarse a la oscuridad. En caso contrario, jamás lo hubiese encontrado, menos aún si tenemos en cuenta que lo guardan con tanto celo, como si se tratase de su tesoro más preciado. ¿Por qué tendrán en tanto aprecio a este cacharrito? La verdad es que hay veces que no logro comprenderlos.
Una de esas veces en las que su conducta resulta todo un misterio para mí fue precisamente anoche. Llevábamos meses reuniéndonos todos los lunes por la noche en torno a ese aparato luminoso que tanto les gusta y que manejan con ese chisme al que guardan tanto cariño. Hay veces que incluso se pelean por él. Si ya digo yo que son más raros… La cuestión es que, después de meses, como os digo, reuniéndonos toda la familia cada noche de lunes en una armonía rara vez vista en esta casa, justamente anoche, decidieron que tenían que dejarme fuera. Me arrinconaron en la cocina y, cerrando las puertas que daban al salón, apagaron las luces y se acomodaron en los sillones, quitándome el privilegio de poder descansar sobre las piernas de alguno de ellos.
Más de dos horas estuve pegado a la puerta de la cocina, agudizando el oído al máximo sin obtener ningún resultado. Como tampoco dieron resultado mis lamentos para que me dejasen pasar. Mi olfato me decía que el ambiente que se vivía allí dentro era, aunque tenso por la expectativa, de un profundo bienestar. ¡Yo también quería participar de aquello! Pero, sobre todo, de lo que mi hasta ahora queridísima familia estaba disfrutando.
Abrieron la puerta de la cocina pasada ya la medianoche, cuando ya me había cansado de hacer una guardia infructuosa junto al umbral y me había retirado a descansar, con toda la esperanza perdida. Ni siquiera levanté la cabeza cuando varios de ellos pasaron por mi lado. En aquellos momentos, lo más importante para mí era mantener mi dignidad intacta a toda costa, mientras planeaba la manera de resarcirme, algo que, por otro lado, no me supondría gran esfuerzo. Mi familia me había subestimado, como siempre solía hacer.
Ahora, mientras duermen, en calma y con el sosiego que les ha proporcionado la experiencia compartida, es mi momento. Me deslizo sin hacer ruido por entre las sombras de la estancia y con un suave empujón cierro la puerta del salón. Ahora es todo mío. Pulso con certeza el botón que enciende ese aparato mágico, la televisión. Me río por dentro cuando pienso que ellos jamás hubiesen imaginado que pudiera hacerlo. Ante mí se despliega el paraíso, cientos de programas y películas para disfrutar en el silencio de la noche, pero me centro en la única que me importa en estos momentos, la que mi familia ha estado viendo hace unas horas sin gozar de mi presencia. Ahora sí, acerco con la pata mi cuenco de comida y me dispongo a disfrutar del momento. ¿Quién dijo que, por ser gato, iba a tener que perderme el último episodio de mi serie preferida?
Ana Centellas. Octubre 2019. Derechos registrados.

*Imagen tomada de la red (editada)

El arte de ser gato, pero sin botas.Disfruté de tu relato. Muy original y divertido.
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Gracias!!!!
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