
Una pequeña obsesión
Llevaba días obsesionada con ella. Le parecía tan brillante que no podía concebir algo más lindo, como si todo el mundo que la rodeaba careciese de belleza. Sin embargo, había algo en ella que le inspiraba temor. No sabía bien a qué se debía, pero siempre se había guardado de acercarse demasiado y había mantenido una distancia que consideraba prudencial. Así, pasaba horas obnubilada ante su fulgor, prácticamente cegada por el majestuoso brillo que desprendía.
La había descubierto por primera vez hacía unos días, cuando al fin se vio capacitada para salir al mundo exterior por primera vez. En un principio quedó maravillada por esa vasta creación que se extendía ante sus ojos. Le fascinaron el profundo azul del cielo, el verde intenso de la frondosa vegetación, las piedras de las construcciones, en las que podía encontrar cientos de escondites donde vivir aventuras y, sobre todo, la luminosidad y el calor que emanaba del sol. Sin embargo, cuando el sol se ocultó tras las montañas y dio paso a la oscuridad de la noche, apareció ella y todo lo demás dejó de tener sentido. Surgió de una manera tan suave, tan sutil, tan paulatina, que ya desde el primer momento se quedó sin respiración.
Había comenzado como un tenue destello que había dado paso a una luz de color rosado que despertó su curiosidad. Su vista dejó de lado los delicados tonos del ocaso para centrarse en ella. Desconocía su origen, pero la obnubiló por completo, sobre todo cuando aquel delicado tinte rosáceo dio paso a la luz más brillante que había tenido ocasión de contemplar jamás. En primer lugar, el coral se había transformado en un blanco intenso para, finalmente, convertirse en una hermosa luz dorada. Quedó tan fascinada con su contemplación que todo lo demás dejó de tener importancia.
Cuando llegó la mañana y el sol hizo acto de aparición por las suaves colinas del este, aquella magnífica luz se desvaneció como por arte de magia. Ella se quedó apática, soñolienta, expectante ante su nueva aparición. No fue hasta muchas horas más tarde, aunque a ella aquel tiempo se le antojó como si hubiesen transcurrido lustros, cuando volvió a iluminarse. Era muy escaso el trecho que al sol le quedaba para desaparecer de nuevo. A ella se le iluminaron los ojos, sintió la fuerte necesidad de bailar, de revolotear a su alrededor, de acercarse incluso. Su dicha era plena.
Transcurrieron así varias jornadas sin llegar a tener el arrojo necesario para cumplir con su sueño de acercarse a aquella magnética luz. Algún sentido interior la alertaba para que no lo hiciera, para que continuara admirándola desde la distancia sumida en aquel estado de éxtasis que muchos hubiesen calificado de felicidad absoluta. Pero ella desconocía el significado de muchos términos y el de cobardía se encontraba entre ellos. Tenía que ser valiente. Algo que tanto bienestar le producía no podía ser peligroso, debía dejar de lado ese temor absurdo que le impedía acercarse y llegar hasta ella para vestirse de su luz, para danzar arropada por la magia calidez de su resplandor.
Una noche, tan pronto la luz del viejo farol comenzó a emitir sus primeros destellos, tomó una determinación. Había llegado el momento de demostrarse a sí misma que poseía todo el coraje que creía tener y lanzarse a disfrutar con total plenitud de aquella maravilla que la había acompañado durante las últimas noches. Aún pasó un momento deleitándose con el simple acto de contemplarla y, cuando se sintió preparada, sin emitir sonido alguno, extendió sus alas y emprendió el camino hacia ella.
Conforme se iba acercando supo que aquel acercamiento no iba a ser como lo había imaginado y tuvo la corazonada de que tendría que pagar un alto precio por su intrepidez. Sin ver, cegada como estaba por la deslumbrante luz, sintió cómo la temperatura iba subiendo sin tregua a medida que se aproximaba al objeto de sus anhelos. Las alas se le volvieron pesadas y dúctiles. El aire se tornó tan denso que prácticamente se le hizo imposible respirar. Quiso darse la vuelta y regresar a su refugio, volver a la cómoda vida contemplativa que había llevado hasta ese momento, pero no hubo nada que pudiese hacer por salvarse. Apenas llegó a rozar con el extremo de uno de sus alones el objeto que emitía aquella maravillosa luminosidad, dejó de percibir cuanto ocurría a su alrededor. Sus sentidos se apagaron.
Nadie llegó a avisar a la pobre polilla de que allí, en su pequeña obsesión, donde creyó encontrar la felicidad, hallaría el final de sus días.
Ana Centellas. Octubre 2019. Derechos registrados.


Es lo que tienen las obsesiones. Tu relato mantiene la expectación hasta la última línea. Genial!
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Muchas gracias!!
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