
Luz de luna
Clara vivía enamorada de la luna. Le gustaba pasar horas enteras sentada en el porche de su jardín, durante la noche, bebiendo del mágico hechizo que producía sobre ella la luz del fantástico astro. Ya fuese verano o invierno, lloviese o nevase, raro era el día que no dedicase un buen pedazo de su tiempo a compartir sus confidencias con la luna.
Sentía tal conexión con ella que incluso su estado de ánimo variaba en función del ciclo lunar. Tras una noche de luna llena, Clara se revitalizaba, se sentía plena y fuerte, cargada de optimismo y con muy buen sentido del humor. En cambio, en las noches de luna nueva, cuando su alma gemela quedaba opacada en el cielo, se sentía morir. Salía al porche en busca del mínimo resquicio de su luz amada y, después, era incapaz de conciliar el sueño. Se sentía frustrada y cansada, irascible y apática. Odiaba las nubes, que le ocultaban su esencia, y la niebla, que entorpecía su sinergia.
Después del accidente, postrada en la cama en la que debería permanecer el resto de sus días, Clara recibía la escasa luz de luna que se colaba por su ventana con una mezcla de melancolía y grandes dosis de rabia. Miraba a los pies de su cama, donde la luz incidía apenas unos instantes, y las lágrimas se lanzaban desde sus ojos en un salto libre y sin protección. Apretaba los dientes y, en el mismo gesto, los puños. Trataba con todas sus fuerzas de devolver las lágrimas a su lugar y, con un rictus de amargura en el rostro, deseaba haber muerto en aquel maldito accidente. Ni los tiernos cuidados de Miguel ni las sonrisas y los abrazos de sus dos pequeños conseguían quitarle aquel sentimiento. Pero aún era cuando la luz no se filtraba a través de la ventana. En aquellos momentos, directamente, escondía la cabeza bajo las sábanas y fingía no existir.
Poco tiempo tardaron los gastos médicos en agotar los limitados recursos de la familia. Un día, Miguel le comunicó que, si querían continuar subsistiendo, tendrían que cambiar de casa. Abandonar su bonita casa con jardín y cambiarla por un pequeño piso en algún callejón olvidado de la gran ciudad suponía, en aquellos momentos, el menor de los problemas para Clara. Su única obsesión era la luna, esos exiguos rayos de luz plateada que necesitaba para seguir respirando, para seguir luchando por mantenerse encadenada a una existencia que ya había dejado de tener sentido. Por eso se sintió más animada cuando Miguel le contó que, en la nueva casa, la luna llena nunca dejaría de brillar para ella. Al principio no lo creyó. ¿Cómo iba a ser aquello posible? Pero se lo aseguraba con tanta vehemencia y sentía tanta necesidad por aferrarse a una esperanza, que un pequeño poso de ilusión se fue creando en su interior.
El día de la mudanza, Clara era un auténtico manojo de nervios. Nada importaba, ni la delicadeza de su traslado ni el trabajo que supuso para toda su familia y gran parte de sus amigos. Clara solo tenía puestas sus esperanzas en aquella primera noche, en la que podría comprobar si la luz de la luna la acompañaría en su aflicción. Y no la defraudó.
Cuando cayó la noche, por la ventana de su pequeño cuarto comenzó a colarse una luz blanca, luminosa y radiante. Clara la contemplaba desde la cautividad de su lecho y, en silencio, rogaba para que nunca la abandonase. Si permanecía junto a ella, estaba segura de poder con todos los obstáculos que la vida estuviese dispuesta a poner en su camino. Y la luna pareció escucharla.
Cada día, Clara esperaba con ansia la llegada de la noche que, como si fuese el más fiel de los amantes, siempre la agasajaba con un torrente de luz nívea y refulgente. Noche tras noche, sin excepción. Sin tratar de buscar alguna explicación lógica a aquel insólito fenómeno, Clara aceptó aquel milagro como una compensación a todo lo que le había sido arrebatado por el destino. Sus piernas, sus rutinas, sus pasiones, sus ganas de vivir. A cambio, una luna llena perpetua, eterna, inmortal.
Poco a poco, la sonrisa fue regresando al rostro de Clara. Al principio lo hizo con timidez, como un niño que se encara con su primer día de clase. Pero, con el paso de los meses, se fue haciendo más amplia, más radiante, más dichosa.
Mientras, Miguel contemplaba la sonrisa de su esposa brillar de nuevo, como la luz de la luna, y no podía evitar preguntarse hasta qué punto estaba haciendo lo correcto. Si el fin justifica los medios. Si una mentira piadosa siempre se puede considerar una falta leve. Mientras Clara dormía, él se asomaba a la ventana del cuarto por la que ella nunca podría asomarse. Miraba la calle estrecha, los balcones de enfrente, la basura acumulada sobre las aceras y, cómo no, la farola que, demasiado cerca del alféizar, proyectaba su argéntea luz sobre el cabecero de la cama desde su perfecto escondite. Entonces veía a Clara dormir con sosiego, con una sonrisa de complacencia adornándole el rostro y decidía que sí, que el engaño valía la pena. Y que mentiría una y mil veces por seguir viéndola sonreír.
Ana Centellas. Octubre 2020. Derechos registrados.


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Feliz puente 😘
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Igualmente 😘
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Brillante y amorosa entrada! No es engaño, amar con el Alma sin reparo para dar esa felicidad que representa el elixir mágico, para enfrentar cualquier obstáculo. Que bello Ana, que adorable…Un cálido saludo.
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Gracias 😊Cariños 😘
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