
Demasiado tarde
Todas las mañanas, desde hacía casi dos años, iba a desayunar a la misma cafetería. Le gustaba sentarse en la mesa del rincón, la que estaba más alejada de la puerta y de la barra, donde gozaba de una cierta intimidad que le parecía relajante. Al mismo tiempo, tenía una vista privilegiada del exterior a través del amplio ventanal que rodeaba el establecimiento. Pedía siempre el mismo desayuno, un café con leche bien caliente y un croissant de mantequilla que se deshacía en la boca. Y allí le gustaba pasar las horas, refugiada en un buen libro, su eterno compañero de cruzadas, y observando a la gente que entraba en la cafetería o caminaba por la calle.
Coincidía con él desde hacía algo más de un año. Apareció por primera vez por allí un día lluvioso y frío perdido en el mes de noviembre, un día fugaz de otoño como cualquier otro, con sus vaqueros desgastados y su sonrisa bañada en tormenta. El frío se coló por la puerta cuando entró y, junto a él, también lo hizo un cálido rayo de sol, a pesar de la capota plomiza que cubría el ambiente. Desde aquel momento, decidió que los días de lluvia serían sus preferidos, porque traían consigo la primavera.
Tomó la costumbre de sentarse cada día en la misma mesa, igual que ella, que interpretó aquel gesto cotidiano como la señal más sincera que le podía haber enviado el destino. Entre sus manos, un eterno periódico que acompañaba al café, solo, doble y sin azúcar, y a la exigua tostada con tomate que languidecía frente a él con el pasar de los minutos. Un extraño espécimen en extinción camuflado en una jungla de depredadores inmersos en las pantallas de sus teléfonos móviles. Nunca dejaba su mesa hasta haber leído la última de las páginas del diario, cuando apuraba la última gota de un café que hacía tiempo debía haber perdido su calidez.
De vez en cuando intercambiaban alguna efímera mirada, instantes de íntima conexión que fueron dando las puntadas que tejieron el más profundo sentimiento en el interior de su corazón. La sonrisa se instaló en su rostro con un contrato de alquiler de larga duración y la ilusión anidó en su vida por primera vez en mucho tiempo. Su libro quedaba relegado a una esquina de su mesa en cuanto él cruzaba el umbral y su mirada se perdía en la profundidad del abismo que parecía separarlos.
Cada noche fantaseaba con acercarse a él, con preguntarle su nombre, con entrelazar sus manos en torno a aquel periódico que siempre dejaba en la mesa cuando se marchaba y que ella atesoraba junto a la mesita de noche, inhalando su aroma hasta quedarse dormida. Y se dormía con la firme determinación de hacerlo al día siguiente. Pero, con el primer rayo de luz de la mañana, todo su arrojo se disolvía, al igual que lo hacía el azúcar en el primer café, y se conformaba con contemplarlo en la distancia, alimentando cada día un poco más sus sueños y sus ilusiones.
Cuántas veces se había reprendido a sí misma por su falta de valor. Cuántas se había llamado cobarde y se había sumergido en las oscuras aguas del pozo de la auto compasión. Pero ya había esperado demasiado tiempo y, por fin, había logrado reunir el coraje necesario para lanzarse a una piscina que esperaba que tuviese el agua suficiente para que la caída no fuese mortal para su corazón. Aquella mañana puso especial atención a su amor propio y dedicó largos minutos a arreglarse con esmero. Se pintó de rojo la mejor de las sonrisas y se subió en aquellos tacones que siempre la habían hecho sentir mejor, contemplando la vida desde una altura diferente.
Pasaron los minutos sin que el fin de sus anhelos apareciese por la puerta. Su croissant languidecía en el platillo a la espera de que se desatase el nudo que se había formado en su estómago. El café con leche se enfrió tanto como lo hizo su sonrisa. Tanto como lo hizo, también, su alma. Los minutos se transformaron en horas, los cafés en cervezas y las tostadas en platos combinados. El bullicio del desayuno dio paso a las tranquilas conversaciones de sobremesa, el carmín de sus labios murió en una servilleta y el rímel recorrió los ríos que iban formando sus lágrimas en el valle de las mejillas sonrojadas.
Creyó morir cuando le dijeron que no volvería, que el trabajo se lo había llevado lejos de la ciudad, del país e, incluso, del continente. Creyó morir cuando se dio cuenta de que la valentía había llegado a su vida, una vez más, demasiado tarde. Salió de la cafetería con prisa, sin las noticias bajo el brazo de un periódico que jamas leería y dejando olvidado su libro en el deslucido poliéster de una silla de madera. Por una vez, tomó el móvil, pero no para dejarse atrapar en la almadraba tejida por las redes sociales. Lo hizo para hacer esas llamadas que llevaba tiempo queriendo hacer y para las que nunca encontraba la ocasión apropiada, esas que el temor le impedía hacer. Golpeó a sus miedos en la cara y derribó todas las barreras que llevaba años erigiendo ante sí misma. Antes de que fuese demasiado tarde.
Ana Centellas. Febrero 2021. Derechos registrados.


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