
Como una fruta madura
Hacía ya mucho tiempo que el ambiente en casa se había enrarecido. Atrás habían quedado los buenos tiempos, aquellos en los que, casi, parecían una familia normal. Y feliz. Sobre todo, parecían una familia feliz. Rafael no sabía precisar con exactitud en qué momento había cambiado todo. Puede que el punto de inflexión hubiese sido la primera infidelidad de su padre, que su madre supo perdonar con paciencia y resignación, pero no sin rencor, en beneficio de la familia. Y a la que respondió, por supuesto que respondió, sintiéndose tan libre como él lo había hecho. Desde entonces, una larga lista de infidelidades mutuas se fue sucediendo, silenciadas, pero de todos conocidas. Y el amor se había desvirtuado hasta tal punto que la frialdad que reinaba en la casa la había convertido en un árido paraje por el que circulaban cual nómadas en busca de un camino que ninguno de los dos llegaba a encontrar. Pero lo cierto era que el único punto que esos desconocidos caminos tenían en común era él, varado en una encrucijada que cada día que pasaba lo asfixiaba un poco más.
Desde el momento en que pudo ver la situación con un poco de perspectiva, Rafael pensó que, quizás, no había sido aquel el desencadenante. O, al menos, no había sido la fuente de la que había brotado el agua de la indiferencia. Él mismo no había sido un chico fácil, tenía que reconocerlo. La suya había sido una adolescencia complicada que había puesto a sus padres entre la espada y la pared en demasiadas ocasiones. Sus continuos escarceos con las drogas y su agrio carácter, puede que hubiesen tensado la cuerda de la convivencia mucho más de lo que era capaz de soportar. De hecho, él mismo se había encargado de poner entre todos una distancia que, aunque al principio sus padres parecían estar dispuestos a recorrer, hacía tiempo que habían desistido del intento.
Por eso, cuando pasó el tiempo y su carácter se fue pausando, asentándose sobre los cimientos de una incipiente responsabilidad, quiso rehacer el camino desandado. Sin embargo, este parecía haber quedado diluido por las lágrimas derramadas por su madre en los últimos años, borrado por la necesidad de buscar una válvula de escape de su padre y enterrado por su propia desilusión. Cuando se dio cuenta, quiso huir, pero la realidad cayó sobre su consciencia como una pesada losa que lo dejó sin aliento y sin posibilidad de escapatoria. No estaba preparado.
Y aguantó, igual que hace la fruta en el árbol, que espera a estar madura para caer por su propio peso y regresar a la tierra que la hizo nacer. Ahora, ya maduro, pone tierra de por medio sin que nadie se sorprenda, sin que nadie le reproche ni le retenga.
Ana Centellas. Marzo 2021. Derechos registrados.


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