
¡Qué regalo!
Hace poco me hicieron un regalo inesperado. Así, sin venir a cuento. De esos detalles que te sumen en un agradecimiento infinito y te hacen pensar que todavía quedan personas que te quieren. De esos detalles que te reconfortan como pocas cosas pueden hacerlo, a excepción de un gran abrazo de oso que, sin necesidad de palabras, lo dice todo. Pero el regalo venía acompañado de ese gran abrazo, así que, ¿qué más podía pedir?
El regalo venía en una gran caja envuelta en papel plateado y con un hermoso lazo de color azul eléctrico. Era precioso. Daba pena hasta abrirlo. Con la mayor emoción del mundo, me dispuse a abrirlo con delicadeza, intentando no romper ni un pedazo del precioso envoltorio. Cuál no sería mi sorpresa al ver su contenido. Cerré de inmediato la caja y, con la mejor de mis sonrisas, intenté dar una muestra de gran agradecimiento ante semejante ofrenda.
Caminaba hacia mi casa con el regalo bajo el brazo con cautela, cual si fuera una bomba de relojería. De vez en cuando, una mirada furtiva se me escapaba hacia él, pero instintivamente una voz interior me decía que no lo hiciese. Creo que prolongué el paseo hacia mi casa algo más de lo habitual, solo para no tener que centrar mi atención en la apertura del magnífico regalo.
Cuando llegué a casa, decidí dejar el regalito de marras en la mesa del salón, mientras me ponía cómoda. Desde la habitación, sentía cómo me llamaba. Estaba segura de que aquello era algo que me iba a dar mucho placer, pero… tenía mis reticencias. Ahora estaba sola en casa. Si lo escondía bien, nadie se daría cuenta. Aunque seguro que mi cara me delataba, lo confieso, nunca he tenido aptitud para guardar secretos y enseguida me notarían algo raro. Pero claro, el problema sería mucho mayor como llegasen todos a casa y viesen mi regalo allí, sobre la mesa del salón. Ahí sí que se iba a liar una buena.
Así que decidí esconderlo lo mejor posible. Cuando cogí la caja de la mesa del salón, sentí una descarga eléctrica en mi mano y noté un cosquilleo por todo mi cuerpo. Sin duda, mi cerebro estaba preparado para todo el placer que aquello le reportaría, ¡y encima para mí solita! Vencí el impulso de abrir la caja y disfrutar de aquel placer inmediato, pero con una fuerza de voluntad increíble, conseguí reprimir este potente impulso y meter la caja en lo alto de mi armario, allí donde estaba segura que nadie iba a rebuscar.
Al día siguiente, ya más calmada, después de mis ejercicios matinales y mi paseo diario, volvía hacia mi casa con una única idea en la mente. Ir directa a disfrutar de mi regalo. Casi se me escapa un gemido solo con pensarlo.
Ni ascensor ni nada, subí las escaleras de dos en dos, llevada por un impulso casi irrefrenable. Abrí la puerta de casa con cuidado, no fuera que me fuese a llevar una sorpresa. Me sentía casi como una ladrona en mi propia casa, a punto de cometer su primer delito. Pero una vez me hube asegurado de que no había nadie, corrí hacia mi habitación y cerré de un golpe la puerta.
El corazón me bombeaba con fuerza en el pecho, casi podía ya sentir el placer que iba a experimentar en tan solo unos instantes. Me puse de puntillas para alcanzar la caja, tan cuidadosamente guardada. La acogí en mi regazo y me senté en la cama.
Otra descarga eléctrica en mi mano cuando la abrí me recordó lo que estaba a punto de hacer. Pero ya todo me daba igual, lo iba a hacer y punto, allá tú con las consecuencias. Después de tantos meses de sequía bien podía darme un gusto al cuerpo, ¿o no?
Así que abrí, sin pensarlo dos veces, la caja. Ante mí se extendían decenas de bombones, cada cual más apetitoso: chocolate blanco, negro, con leche, con almendras, trufa, con avellanas, rellenos de licor… Un amplio abanico de posibilidades se extendió ante mí. Me decidí por uno relleno de cerezas con licor. Creo que mis gemidos de placer debían escucharse hasta el ático de mi edificio, pero me daba igual.
Tan absorta estaba en mi delirio que ni siquiera escuché abrirse la puerta de la habitación, cuando mi marido ya estaba entrando furioso: «¿Qué se supone que está pasando aquí?», me espetó. Pobrecillo, no quiero ni imaginar lo que debió haber pensado.
Sintiéndome pillada, con la boca llena de chocolate, no pude más que componer mi mejor carita de niña buena, escondiendo como mejor pude los remordimientos que ya empezaban a asomar, y preguntarle: «¿quieres uno?» Adiós a mi regalo, ahora no dejarían ni uno solo para mí. Bueno, total, qué más da, a buen seguro que mis caderas me lo iban a agradecer.
Ana Centellas. Noviembre 2016. Derechos registrados.


Excelente ritmo, que estimula la imaginación, y se cierra con la sorpresa final.
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