El relato del viernes: Memories – «El asesino que anda suelto»

Fuente: Pixabay

El asesino que anda suelto

Varias series de asesinatos tenían al barrio consternado. En las últimas semanas, habían sido cuatro las víctimas que se había cobrado el misterioso asesino en serie tan sólo en mi manzana. Aparte de otras seis en un barrio algo más alejado. Si algo le caracterizaba era su grotesca forma de actuar. Separaba las extremidades y la cabeza de sus víctimas y luego las colocaba a modo de puzzle, haciendo encajar tendón con tendón, hueso con hueso, hasta el más mínimo capilar estaba alineado con una precisión casi pasmosa.

El barrio en el que yo vivo, Wallace Town, es, o mejor dicho era, un barrio tranquilo, formado por perfectas casitas blancas, todas iguales, formando una serie de manzanas perfectas. En el centro, una pequeña plazuela con una blanca iglesia que cada domingo llamaba a los feligreses a la oración. Era todo tan blanco, que daba un aspecto casi aséptico. Los niños jugaban tranquilos por las calles, iban de casa de un vecino a otro, recorrían el barrio en bicicleta o patinete, y nunca había habido nada que temer. Las puertas de las casas siempre habían estado abiertas, en una clara invitación a los vecinos a pasar.

En las afueras del barrio, se encontraba el centro de salud y la escuela. Los jóvenes tenían que tomar un autobús para ir al instituto, que se hallaba a varios kilómetros de aquí.

La policía federal llevaba detrás del caso durante varios meses, pero en los últimos días parece que se había ensañado con sus víctimas, o su sed de sangre había comenzado a crecer a niveles alarmantes.

Ni qué decir tiene que el barrio ya no fue el mismo desde el principio de aquella fatídica semana en la que el asesino parecía haberse ensañado con nosotros. Ya no había niños jugando por las calles, las casas permanecían cerradas a cal y canto, y las únicas personas que teníamos la osadía de salir, éramos los afortunados que teníamos que ir a trabajar. Yo trabajaba en una cafetería céntrica del barrio y ya comenzaba a mirar con desconfianza a cualquier desconocido que entraba en el local. Mi marido, Trevor, trabajaba fuera del barrio, así que yo me encontraba sola en nuestro queridísimo barrio, junto a los niños, que dejaba puntualmente en la escuela cada mañana, antes de ir a cumplir mi densa jornada laboral.

Aquella semana eran cuatro, una por día, las víctimas que se había cobrado nuestro ahora enemigo. Había comenzado el lunes y hoy era viernes, por lo cual todos estábamos con los nervios a flor de piel aquel día. No sabíamos si se cobraría una nueva víctima o dejaría en paz nuestro barrio.

Los federales aún no tenían ni una mínima pista, lo que les traía irritados e insufribles. Cada miembro del vecindario fue interrogado y no lograron encontrar a nadie sospechoso de hacerlo. Por no tener, no tenían ni la más mínima idea de si se trataba de un hombre o una mujer. Supusieron en un principio de que se trataría de un hombre por la fuerza en mover los cuerpos de un sitio a otro. Para vuestra información, supusieron mal.

Aquel viernes, Trevor, como cada viernes, salía del trabajo a la hora de comer y fue él a recoger a los pequeños, Denisse, de once años, y Juliette, de siete, los grandes amores de mi vida. Mi turno en la cafetería se alargó bastante y para cuando yo salí ya era de noche. Aquello me inquietaba bastante, aún sabiendo que el modus operandi del asesino era atacar cuando sus víctimas ya estaban dormidas. A punto estuve de llamar a Trevor para que viniese a recogerme, pero logré contenerme. Recorrí los cerca de mil metros que había desde la cafetería hasta mi casa con el corazón en un puño. Ni un alma se veía por las calles, salvo algún que otro gato callejero que me dieron un buen susto.

Cuando por fin llegué a casa, me extrañó encontrar todas las luces apagadas. Mi corazón se encogió dentro del pecho y tuve un mal presentimiento. Me adentré en la casa con sigilo, no sin antes pasar por la cocina y apropiarme del mayor cuchillo que encontré. Me pareció escuchar un ruido en el piso superior, así que temerosa me dirigí a subir las escaleras. Cuando irrumpí en la pequeña habitación que hacía las veces de sala de estar, todas las luces se encendieron de golpe y me encontré a toda mi familia al grito de ¡Feliz cumpleaños! Caí arrodillada al suelo llorando, tirando lejos de mí el cuchillo que había estado sosteniendo en mi mano con tanta fuerza que la tenía agarrotada. ¿Pero a quién se le ocurre algo así después de lo que está pasando en el vecindario? ¡No recordaba ni que era mi propio cumpleaños! Tal era la congoja que tenía.

Tras celebrar debidamente mi cumpleaños, sándwiches, gusanitos, croquetas, la deliciosa tortilla de patata de Trevor, que había heredado la receta de su abuela española, soplé las velas de mi tarta y nos fuimos a dormir.

Les di un beso de buenas noches a los niños, como cada noche, y me fui a la cama con Trevor. Me costó dormirme, hasta que me introduje en un suave duermevela que me dejó por completo tranquila.

Cuando desperté, cerca de la medianoche, la cabeza diseccionada de Trevor, descansaba entre mis manos, dispuesta a ser colocada en el lugar exacto en el que debía estar. Un alarido de espanto escapó de mi garganta, mientras ensangrentaba mi cara con la sangre de mi propio marido, con mis manos escrupulosamente enguantadas.

Aún en estado de shock, llamé a los federales, indicándoles que el asesino que buscaban estaba en mi casa. La estampa que encontraron al llegar seguro que no se les borraría de la retina en mucho tiempo. Yo abrazada al cuerpo inerte y diseccionado de mi marido, llorando lágrimas de su propia sangre. Los niños dormían plácidamente después de recibir una nueva dosis de cloroformo.

De inmediato me llevaron a la comisaría, y me tomaron declaración. Confesé que había padecido sonambulismo desde pequeña y que no recordaba nada de lo que ocurría cuando estaba en ese estado. Esta había sido la primera vez que había despertado de mi trance justo cuando estaba manos a la obra. ¿Cómo podía yo haber hecho tales cosas? ¿Y a mi propio marido, al que quería con toda el alma?

Cuando me preguntaron por los crímenes ocurridos al otro lado de la ciudad, recordé que había trabajado durante una temporada en un restaurante durante el turno de noche en aquella zona. Terminaba tan agotada que aprovechaba un cuartito con un camastro que había al final de las dependencias antes de irme hacia casa en mi propio coche. Así fue como debió suceder, yo no recordaba nada de nada.

Nunca olvidaré el rostro sin expresión de mi marido cuando desperté. Y no creo que sea capaz de olvidar nunca la cara de repugnancia de mis hijos cuando venían una vez cada semana al centro penitenciario a visitarme. Yo sólo podía repetirles una y otra vez con lágrimas en los ojos: «no sabía lo que hacía, no sabía lo que hacía». Las visitas cada vez se fueron espaciando más y más. A día de hoy hace años que no les veo. Cadena perpetua, y aún así es la menor pena a la que me podrían haber condenado.

La mayor pena la llevaré dentro de mi cabeza y de mi corazón durante el resto de mis días.

Ana Centellas. Octubre 2016. Derechos registrados

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Publicado por Ana Centellas

Porque nunca es tarde para perseguir tus sueños y jamás hay que renunciar a ellos. Financiera de profesión, escritora de vocación. Aprendiendo a escribir, aprendiendo a vivir.

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