El relato del viernes: Memories – «Recuerdos de aquel verano»

Recuerdos de aquel verano

Sentado aquí, en la orilla del mar, mientras el sol calienta mi cuerpo y la brisa marina se encarga de curtir aún más mi piel, vienen a mi mente recuerdos de aquel verano en el que llegaste a mi vida. Entraste así, sin pedir permiso, y yo abrí encantado la puerta para dejarte entrar.

Recuerdo el tedio que me producía tener que veranear con mis padres un año más. Al menos, aquel año habían escogido un pequeño pueblo costero que no estaba masificado por el turismo. Yo no conocía a nadie allí, me sentía en completa soledad, a pesar de tener a mi familia alrededor. Fueron mañanas aburridas de playa y tardes angustiosas por el paseo marítimo.

Recuerdo un día en el que el calor era en especial acuciante. Tanto, que apenas salí del agua de aquel tranquilo mar, por temor a morir calcinado sobre la arena. De repente, una pequeña ola juguetona te trajo hasta mí. Y llegaste a mi vida como un soplo de aire fresco. Como ese rayo de sol que se escapa por entre las nubes y te ilumina la vida. No sé cómo lo conseguiste, pero después de pasar media mañana hablando dentro del agua, había quedado contigo para salir aquella tarde.

Recuerdo que nos llevó algún tiempo. Comenzamos siendo compañeros de vacaciones, amigos que se van forjando casi sin querer. Ninguno de los dos éramos de aquel pueblo. Ninguno de los dos conocíamos a nadie más allí. Así que la entrega fue total desde un principio. Eso es lo que recuerdo.

Recuerdo nuestro primer beso, coincidiendo con la puesta de sol, en el rincón  más alejado del puerto, a salvo de ninguna mirada indiscreta. Y a partir de ahí, te colaste en mi corazón de tal manera que ya no hubo manera de sacarte de él. Pasábamos las mañanas jugueteando con las olas, entre risas y arrumacos. Las tardes, paseando por el pueblo, embebiendo su cultura, aprendiendo siempre cosas nuevas.

Recuerdo mi brazo alrededor de tu cuello y el tuyo rodeándome la cintura. Recuerdo nuestras manos entrelazadas al caminar. Largas noches de conversaciones trascendentales sentados sobre la arena de la playa, a la luz de la luna, hasta que el amanecer nos encontraba amándonos con sigilo, al amparo de las rocas. Noches de risas y fiesta, de alcohol y baile, de tranquilidad y cariño. Noches de juventud que piensas que nunca van a terminar.

Recuerdo aquel verano como el mejor de mi vida. Como aquel que me cambiaría para siempre, el que supuso un punto de inflexión en mi interior. El que determinó mis estudios, el que determinó mi destino. El que hizo que viviese siempre con una total y absoluta pasión desmesurada por el mar, aquel que en su día nos había unido.

Recuerdo espectaculares comidas familiares, que pasaron de ser aburridas a ser todo diversión cuando estabas tú. La confianza con la que te ganaste a mi familia, y yo a la tuya. Al final incluso conseguimos que nuestros padres forjasen también una bonita amistad entre ellos. Aquel fue un verano mágico.

Recuerdo tus vestidos de tirantes, frescos y sensuales, que volaban con la menor brisa dejándome con ganas de más. Recuerdo tu piel bronceada, dorada, perfecta, tersa y suave como un pétalo de rosa. Recuerdo el tintineo de tus pulseras cuando te acercabas a mí, siempre muchas, siempre de colores. Recuerdo la alegría en el timbre de tu voz.

Y también recuerdo, cómo no, el día de la despedida, cuando los dos nos teníamos que marchar a nuestras respectivas ciudades. Yo, a Madrid, tú, a Barcelona. Para mí aquellas distancias eran un completo mundo por aquel entonces. Me tendría que separar de ti para siempre y no estaba dispuesto a ello. La primera en marcharte fuiste tú. Fui a despedirte con la cara roja en un absurdo intento de mantener en secreto mis ganas de llorar. Ya sabes, los chicos no lloran, somos fuertes. Hasta que vi tu coche alejarse y se abrió el mar que estaban conteniendo mis ojos. Habíamos intercambiado direcciones y teléfonos, pero ya no estarías junto a mí, sino a cientos de kilómetros de distancia. ¿Qué podía hacer yo contra aquello?

Recuerdo que pasé la mayor parte del viaje de vuelta con mi familia envuelto en un mar de lágrimas. Todo me recordaba a ti. Y ello me recordaba de continuo que lo más seguro sería que ya no te volviera a ver. “No te pongas así, es solo un amor de verano”, me decía mi padre, en un vano intento por levantarme el ánimo.

Ahora que estoy aquí sentado, frente al mar, mi querido mar, veo cómo un rayo de sol aparece de entre las nubes para recordarme lo que fuiste para mí. Ya tengo la piel curtida por el sol y el salitre y unos profundos surcos cruzan mi rostro, envejecido sin piedad. Frente a mí, mis nietos corren y juegan con el agua felices, y ajenos por completo a mis pensamientos. Los contemplo y no me puedo sentir más orgulloso.

Miro con ternura la mano que sostiene la mía. Morena, bronceada, con menos tersura y más arrugas, pero con la misma suavidad floral de antaño. Te miro y solo puedo observar tranquilidad y felicidad en tu rostro, ya anciano, tan afable. Cuando me correspondes a la mirada, lo único que consigo ver en ti es amor. Aún continuas llevando las miles de pulseras de colores que siempre te han caracterizado, que han mostrado tu alegría a los demás. Sonrío y, sin más, te digo:

—Te quiero, mi amor de verano.

Entraste en mi vida con ímpetu y sin pedir permiso, un verano de hace más de cincuenta años. Y aquí sigues, a mi lado, nada ni nadie consiguió ni conseguirá jamás separarnos.

Ana Centellas. Agosto 2017. Derechos registrados.

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Publicado por Ana Centellas

Porque nunca es tarde para perseguir tus sueños y jamás hay que renunciar a ellos. Financiera de profesión, escritora de vocación. Aprendiendo a escribir, aprendiendo a vivir.

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