
La princesa de la más alta torre
Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, una princesa que vivía feliz con sus padres, los reyes, en el castillo más bello jamás imaginado. Parecía sacado de un cuento de hadas, pero la belleza del castillo era apenas comparable con la de la joven muchacha, que tenía encandilados a todos los caballeros del reino. Todos deseaban enredar los dedos en su larga cabellera trigueña, bucear en el intenso océano de sus ojos, besar aquella boca nacarada y perderse en la intensidad de una sonrisa que parecía capaz de eclipsar al mismo sol.
Cada día, se contaban por decenas los apuestos caballeros que se acercaban hasta el castillo para conocer a la doncella. Todos ellos se creían dignos merecedores de sus atributos, así como del derecho a ser sucesores del rey. Para ello, se presentaban con sus mejores galas, una labia embaucadora y haciendo estúpidos alardes de sus supuestas habilidades. La princesa los observaba en silencio, con un aburrimiento soberano, nunca mejor dicho, y haciendo verdaderos esfuerzos por disimular los bostezos que aquellas tediosas sesiones le provocaban. Sin embargo, su educación y saber estar la impedían dejar de asistir a aquellas reuniones que ya estaban llegando a impacientar, incluso, a sus padres.
Cierto día, la princesa amaneció encerrada en la más alta torre del castillo. Permaneció allí durante meses, años quizá, con las ventanas cerradas y sin recibir ni un tímido rayo de sol que ruborizase sus lozanas mejillas. La noticia de que la bella princesa había sido enclaustrada corrió como la pólvora a lo largo de todos los confines del reino. Todos dieron por hecho que los reyes, que no querían que abandonara el hogar, habían sido los que habían girado la llave que aprisionaba a la muchacha. Y estos, que nunca habían demostrado interés por las habladurías ajenas, tampoco se molestaron en desmentir el rumor.
Aquel sinfín de variopintos personajes que habían pasado por el gran salón con la intención de pedir la mano de la princesa emprendió una cruzada para liberarla. Pertrechados con cuerdas y los más extravagantes inventos, acudían, día tras día, a tratar de salvarla. Mas todos sus intentos fueron en vano, pues aquella parecía estar encarcelada en la más infranqueable fortaleza. Todos regresaban a sus hogares exhaustos y con las manos vacías, pero con la firme determinación de intentarlo, al menos, una vez más. Dentro de sus inflados egos no cabía la posibilidad de fracaso.
Sin embargo, el transcurrir del tiempo dejó en evidencia que todos sus intentos eran infructuosos. Y, junto con el fracaso, el cansancio y el hastío llegaron para poner su granito de arena al fin de aquella inútil empresa. Cada día eran menos los valientes que se aventuraban a tratar de subir a la torre, a desafiar al rey o a jugarse la vida sobre el profundo foso que rodeaba la fortaleza. Hasta que un día soleado de otoño, no acudió ninguno más.
Durante todo este tiempo, la princesa había permanecido en sus herméticos aposentos, trazando un plan que le permitiese abandonar aquella vida tediosa con un destino cuajado de todo menos de independencia. Hizo oídos sordos al bullicio que provocaban sus aspirantes a libertadores hasta que llegó un momento en que, hasta sus oídos, solo alcanzó a llegar el tranquilo trino de los pajaritos y el susurro del viento entre las ramas de los árboles. Se habían rendido. Era su momento.
Descorrió, uno tras otro, los cerrojos que con tanto ahínco había cerrado meses atrás y partió lejos del castillo con un propósito propio en el bolsillo y un destino forjado por sus propias manos. Nunca más se volvió a saber de ella en el reino, pero el tiempo la convirtió en leyenda. Generación tras generación, quedó para siempre en el recuerdo como la princesa de la más alta torre.
Ana Centellas. Octubre 2021. Derechos registrados.


Ah!, la libertad!. Grande cosa es.
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Buenooo la libertad, da para filosofar un rato ☺️
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