
Desvergonzada
No conozco la vergüenza, es cierto. Lo mismo me da ponerme el pelo de colores que subir a cantar a voz en grito en el escenario de un karaoke, aun a riesgo de provocar una gota fría. Podría presentarme desnuda en una reunión de trabajo si hiciese falta sin que, por ello, se asomase el más tímido atisbo de rubor a mis mejillas. Y, por supuesto, no tengo el menor problema en decir a la cara lo que pienso y lo que siento, sin filtros, con la verdad siempre por delante.
No penséis que siempre ha sido así. Al contrario. Durante la mayor parte de mi vida la vergüenza ha sido una carga que he soportado a mis espaldas en una mochila perpetua. Aún recuerdo como si fuera hoy el momento en que me visitó por primera vez y, desde entonces, fue mi fiel compañera durante largos años. Fue de niña, en una de esas obras teatrales que se representan en los colegios para Navidad. Debía de tener seis o siete añitos. Estaba yo tan orgullosa sobre el escenario, interpretando el que, en mi opinión, era el mejor papel de todos: el de la Virgen María. Vestía una amplia túnica azul tornasolada con un precioso cinturón dorado. Mis rizos rubios enmarcaban mi, por aquel entonces, angelical rostro, que lucía una alegría pletórica. Saludaba con ilusión a mis padres, situados en primera fila del improvisado patio de butacas que los profesores habían montado. Entonces ocurrió.
A falta de animales que acompañasen al pesebre, alguien tuvo la genial idea de colocar unos grandes peluches colgando sobre el escenario, pendidos de unos finos hilos de algodón. Justo sobre mí se encontraba lo que debía ser el buey, pero que, en realidad, era un gracioso toro con unas enormes astas de felpa blanca. La mala suerte quiso que la frágil hebra que lo sostenía se rompiese justo en el momento en que yo decía unas palabras. El animal fue a caer sobre mi espalda, apoyado ligeramente sobre mi cabeza. Y allí me encontraba yo, con unos enormes cuernos que rodeaban la areola de papel de plata que portaba a modo de diadema y abrazada por un gran toro de juguete. La risotada del público fue tan sonora que, todavía hoy, parece sonar en mis oídos. Para colmo de males, aquel fatídico momento quedó inmortalizado por decenas de cámaras de fotos. Una de esas fotografías presidió el salón de la casa familiar durante años, para mi bochorno, hasta que tuve la valentía de deshacerme de ella ya pasada la treintena.
Aquel acontecimiento marcó un antes y un después en mi corta vida. Nunca fui capaz de volver a subirme a un escenario. Pero, más allá de eso, la vergüenza se apoderó de muchos otros aspectos de mi día a día. Me convertí en una niña vergonzosa y reservada que dio paso, a su vez, a una adulta tímida y esquiva. Durante mucho tiempo fui la introvertida, la callada, la cortada, la cobarde. En fin, la rarita, vamos a hablar con claridad.
Sin embargo, parece que el tiempo tenía preparado para mí un antídoto contra mi timidez. Cuando ya había conseguido aceptar, más o menos, mi apocada personalidad, ocurrió lo inesperado. Y, de nuevo, tuve que enfrentarme a una situación que pondría a prueba mi capacidad de humillación. Como si de una de broma del destino se tratara, sucedió también en Navidad. Fue en una de esas cenas de empresa que siempre he odiado, pero a las que asistía puntualmente por temor a que mi reputación de mujer esquiva fuese a peor. Aún no sé cómo ocurrió, debió de ser que algo me sentó mal, pero de repente me encontré subida sobre una mesa bailando con la corbata de uno de mis compañeros anudada alrededor de la frente. Como colofón a mi triunfal actuación, le planté a mi jefe un beso en la boca que no sé si estuvo a punto de costarme el despido o un ascenso. Y, por supuesto, también quedaron testimonios gráficos de ello, que no cesaron de circular entre mis compañeros desde aquel día hasta varios meses después.
Para mi sorpresa, y la de todos los que me conocían, aquella bomba actuó como un revulsivo frente a mi timidez que, desde aquel momento, desapareció por completo. Ahora todos me llaman cuando hace falta que alguien se lance a la hora de hacer algo para lo que nadie se atreve. Y claro, cómo no, ahora también me he ganado un sobrenombre. Si antes era la vergonzosa, ahora soy la desvergonzada. Y menos mal que no me llaman sinvergüenza.
Ana Centellas. Octubre 2021. Derechos registrados.


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Como siempre, estupendo relato con un toque especial, en este caso de humor autoreferenciado, que posiblemente sea el mejor.
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Gracias!!
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