
El chico de los ojos tristes
Lo veía cada mañana en el andén, mientras esperaba al tren de las 8:05, el que me llevaba puntual a mi trabajo y a él a algún lugar que siempre desconocí. Me llamó la atención desde el primer día que lo vi, de pie, recostado contra la pared, con los auriculares puestos, aislado del mundo a pesar de encontrarse rodeado por la multitud que abarrotaba la estación. Siempre con la mirada perdida y los ojos más tristes que había visto en mi vida.
Desde aquel primer día, pasaba las mañanas observándolo. Daba igual cuánta gente hubiese en el andén, yo siempre encontraba su triste mirada entre el mar de pupilas que aguardaba la llegada del tren. Unas alegres, otras preocupadas, somnolientas la mayoría. La suya, siempre melancólica. Procuraba situarme en una discreta cercanía y lo observaba, cautivada por ese misterioso halo de nostalgia que desprendía.
Al verlo, mi imaginación siempre volaba. Me gustaba fantasear acerca de adónde se dirigía aquel chico que suponía tan enigmático. Algunas mañanas, era un joven médico que acudía cada día al hospital para prestar auxilio a todo aquel que lo necesitase. Quizá no hubiese podido hacer nada por algún paciente y la pesadumbre hubiese hecho mella en él. Otras mañanas era un ilusionado profesor que entregaba toda su dedicación para que sus pequeños alumnos se convirtiesen en grandes adultos el día de mañana. A lo mejor, su preocupación se debía a algún adolescente complicado al que no estaba del todo seguro de cómo ayudar. En ocasiones, se trataba de un reputado arquitecto que se traía entre manos el proyecto más ambicioso que se hubiese propuesto alguien. Muchas veces, lo veía trabajando en una oficina, deseoso de escapar, como un espíritu libre que anhela volar muy lejos. De ahí el desconsuelo que regalaba con su mirada. Pero jamás hubiese imaginado que aquella pesadumbre estuviese arraigada a sus entrañas con desesperación.
Aquella mañana, supe que algo iba mal desde que mis ojos se toparon con los suyos. Sí, por primera vez se encontraron en la distancia. Y su desdicha me caló tan hondo que casi pude masticar la angustia que corría por sus venas y le corroía el alma. Aquel día no había música que resonase en sus oídos, no había ausencias que lo apartasen de la realidad. Ni siquiera estaba recostado contra la pared, como era su costumbre, sino que sus pies mantenían un precario equilibrio sobre el borden del andén. Aquel día estaba bien presente, pero era una presencia exánime. Me miró y en sus ojos tristes me pareció ver una súplica que bien pudo haber sido una disculpa. El desgarrador grito que salió de mi boca quedó acallado por la estridencia del tren al entrar en la estación. Quedé inmóvil, con el alarido enquistado en mi garganta, mientras daba el paso definitivo que pondría término a la tristeza infinita de su mirada.
Desde aquel día, cada vez que tomo ese mismo tren que sesgó todas las vidas que yo misma me inventé, aún puedo verlo reclinado contra el muro de hormigón gris. Su mirada siempre se cruza con la mía y me sonríe de soslayo. Le dedica una perpetua sonrisa a la chica de los ojos tristes.
Ana Centellas. Octubre 2021. Derechos registrados.


Para ello tendrás que revisar tu configuración de WordPress, ya que yo no te envío nada de manera personal. Siento que no te gusten mis escritosz
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Que emocionante Ana. Gracias. Abrazote. Buen fin de semana.
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Igualmente, Marta! Buen finde! Besotes
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