
El súper del barrio
Durante toda mi vida, había acompañado a mi madre a hacer la compra en la misma tienda. En mi pequeña cabeza no cabía la posibilidad de hacerla en otro sitio, pues allí, además de los mejores precios, también estaban las mejores personas que podías encontrar. Estaba Ramón, el encargado, que, aunque pretendía aparentar ser una persona seria y responsable, no podía ocultar la guasa que le recorría las venas. Estaba Lola, la frutera, que siempre cantaba con arte sus coplillas, mientras te despachaba los plátanos. Estaba también Pepe, el carnicero, que parecía de lo más peligroso con aquel gran cuchillo entre las manos, pero que era un enorme pedazo de pan. Y, por supuesto, estaba Pili, la cajera, que te fiaba cuando te faltaba dinero y siempre me regalaba un caramelo que rebuscaba en los bolsillos de su amplia bata azul. Era nuestro sitio de confianza y lo llamábamos ‘el súper del barrio’.
Entre aquellas cuatro paredes repletas de estantes con los más variados productos he vivido algunos de los momentos más memorables de mi vida. Fue allí donde se me cayó el primer diente del que tuve memoria, con la mala suerte de que fue a caer dentro de un cajón lleno de garbanzos que te despachaba Pili al peso. Nunca lo pudimos encontrar, con mi consiguiente berrinche por si me faltaba la visita del ratoncito Pérez aquella noche y las risas de mi madre pensando en quién se lo comería junto con el cocido. Allí me enamoré por primera vez. Fue de Hugo, el repartidor del pan, al que esperaba cada mañana con mi mochila repleta de libros e ilusiones y que él recompensaba regalándome algún dulce. El primer amor de mi vida, al que jamás volví a ver desde que conocí a mi profesor de filosofía. Y allí fue, también, donde tuve mi primera experiencia laboral.
Contaba yo con dieciséis añitos recién cumplidos y una larga lista de asignaturas pendientes en mi expediente académico. Mi madre decidió por mí que tenía que hacer algo de provecho en la vida. Así que, tras hablarlo con Pili a mis espaldas, consiguió que esta me lograse un trabajo como ayudante, solo por las tardes. “Ya que no estudias, al menos traerás algo de dinero a casa”, me comunicó después de darme la buena nueva de mi recién estrenado empleo. Para mi suerte, o desgracia, según se mire, aquella noticia que yo recibí como un auténtico fastidio para mi agitada vida juvenil resultó ser una de las experiencias más emocionantes de mi vida.
Aquella, en apariencia, tranquila y familiar tienda de barrio terminó siendo una auténtica caja de sorpresas. Pepe, el buenazo del carnicero, organizaba timbas ilegales de póker en el almacén en cuanto se plegaba el cierre y que duraban hasta el amanecer. La simpática de Lola, la frutera, escondía cogollos de marihuana entre los de lechuga, que no dudaba en compartir con cualquiera que le guiñase un ojo con mucha o poca discreción. Con razón siempre estaba cantando y se reía tanto. Descubrí que Ramón, el dedicado encargado, ponía el mismo empeño en organizar el negocio que en satisfacer a las clientas en su pequeño despacho de la trastienda. Y Pili, además de caramelos, repartía litronas bajo cuerda a casi todos mis compañeros de instituto.
Por supuesto, jamás le conté a mi madre ninguno de mis sorprendentes descubrimientos, no fuese a querer que me dedicase al estudio a jornada completa. Fue mucho lo que aprendí en aquella época. Entre otras cosas, que nada es nunca lo que parece y, mucho menos, en aquel sencillo y hogareño súper del barrio.
Ana Centellas. Noviembre 2021. Derechos registrados.


¡Muy bueno, me encantó! Lo comparto. Gracias. Abrazote y buen fin de semana🥰
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¡Gracias, Marta! Disfruta del fin de semana. Un besote
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