El relato del viernes: «La pregunta envenenada»

Fuente: Pixabay

La pregunta envenenada

—¿Es usted feliz?

La pregunta quedó lanzada al aire como si fuese un dardo envenenado. Casi la pude ver atravesar el escaso espacio que separaba mi exigua butaca del cómodo sillón sobre el que descansaba él. Creo que estuve a punto de hacer el ademán de esquivarla, como si la supuesta saeta fuese, en verdad, a impactar en mí y a dejarme malherida. En realidad, ya lo había hecho, solo que, en aquel momento, yo aún no lo sabía.

Lo primero que me pasó por la cabeza fue: «pero, ¿qué me está preguntando este hombre?» De hecho, mi cara debió de ser todo un poema, como suele decirse, y él notó mi estupefacción porque, a los escasos segundos, se apresuró a decir:

—No me conteste todavía. Tómese un tiempo para pensarlo.

Estuve tentada de contestarle con un «gracias, majo», pero, por suerte, logré contenerme a tiempo. En su lugar, le dediqué una pequeña sonrisa de condescendencia. Si captó la ironía o no es algo que siempre me quedará en duda. Con mucha amabilidad y un simple gesto de manos, fui invitada a comenzar a reflexionar. Menuda papeleta me había caído. Y yo que suponía que aquella primera sesión iba a ser, por completo, inocua para mí. Parecía que no iba a tener tanta suerte.

Cerré los ojos. No me apetecía nada ver la cara de aquel individuo que sería muy profesional, pero poco agraciado a la vista, todo hay que decirlo. Además, me sentía cohibida bajo su escrutadora mirada, que parecía estar analizando hasta lo más profundo de mí. En aquel momento, eché de menos el típico diván que siempre sale en las consultas psicológicas de las películas. ¿Existirían en la realidad? Lo cierto era que yo nunca había visto ninguno. Mi mente ya se estaba perdiendo en divagaciones, así que me recoloqué en mi incómoda butaca y me dispuse a reflexionar sobre la engorrosa preguntita de marras.

Si lo pensaba bien, podía considerarme una persona alegre. Siempre regalaba la mejor de mis sonrisas allá donde fuera y me prestaba ayudar a todo el que lo necesitase con la mejor predisposición. Tenía una familia maravillosa que me hacía sentirme amada y con la que nunca, jamás, me aburría. Me gustaba cantar en cualquier situación; en la ducha, en el trabajo, mientras hacía las tareas de la casa, en el coche e, incluso, durante los agradables ratos en el baño. Me gustaba mi trabajo y en el sentido económico no me iba mal. Siempre estaba dispuesta a apuntarme a una fiesta y hacía todos los viajes que podía, siempre acompañada por mi familia o por mis amigos. Se me escapó otra media sonrisa; está vez, de satisfacción.

Ya estaba imaginando la cara que pondría aquel arrogante señor cuando le diese mi respuesta. A punto estuve de abrir los ojos. Sin embargo, pronto me vino a la cabeza el sentimiento de vacío que llevaba años acosándome, la persistente sensación de que me faltaba algo para poder considerarme una persona plena. Recordé todas mis dudas y mis miedos, que había olvidado durante el pequeño rato de euforia que acababa de vivir. También me llegó a la mente mi autoestima que, de tan baja, era prácticamente inexistente y que me hacía sentir muy pequeñita en demasiadas ocasiones. E impostora. Casi un fraude de persona.

Hubiera podido seguir recreándome en mi autocompasión durante un buen rato más, pero un ligero carraspeo me devolvió de golpe a la realidad. Abrí los ojos. Allí estaba él, impávido e impaciente, a la espera de una respuesta por mi parte. Por lo visto, ya había tenido tiempo más que suficiente para tomar una decisión. Ponderé durante unos segundos más todos los argumentos que habían pasado por mis pensamientos durante aquellos eternos minutos. Pude sentir la exasperación en su rostro. Quería una contestación y la quería ya. Intenté que mi tono sonase lo más amable posible, aunque no estoy segura de si lo conseguí:

—¿Usted cree que, si lo fuera, estaría aquí?

No dije más. Agarré con dignidad mi bolso y mi abrigo y salí por la puerta más derecha que una vela. Con el alma un poco herida, es verdad. Al menos, no me cobró la consulta.

Ana Centellas. Diciembre 2021. Derechos registrados.

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Publicado por Ana Centellas

Porque nunca es tarde para perseguir tus sueños y jamás hay que renunciar a ellos. Financiera de profesión, escritora de vocación. Aprendiendo a escribir, aprendiendo a vivir.

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