
La magia de Rebeca
El día que descubrió que tenía poderes, Rebeca debía de tener unos siete u ocho años. Hasta entonces, había vivido como una niña normal que, aunque siempre había creído en la magia y deseado poder hacer cosas extraordinarias, también había sido muy consciente de que esas cosas no pasaban en la realidad. Por eso, cuando descubrió sus extrañas habilidades, su primera reacción fue de miedo.
Se encontraba en su habitación, sirviendo a sus peluches preferidos una taza de té, cuando se dio cuenta de que el Señor Osito se había quedado tumbado sobre la cama. Ya había dispuesto las tazas y los platos y se había sentado en el suelo junto con los demás compañeros de tertulia, así que le pareció un fastidio tener que levantarse a por él. Pero tampoco podía dejarle fuera de la reunión, así que se lo quedó mirando con fijeza y deseó que fuese solo hasta ella. Cuando el pequeño juguete comenzó a trasladarse por el aire hasta ocupar el asiento que le correspondía en el grupo, a Rebeca casi le da un patatús.
Una vez más calmada, pasó toda la tarde encerrada en su habitación practicando sus poderes de telequinesia. Cuando su madre fue a avisarla de que la cena ya estaba en la mesa, varias decenas de muñecas se agolpaban en un rincón de la habitación, todas ellas transportadas con la mente. Aguantó la regañina de buen humor, pensando en lo sencillo que le sería después devolver a cada una en su lugar. Sin embargo, no le dijo nada a su madre de su reciente descubrimiento, no fuese a tomarla por loca.
Con el tiempo, Rebeca descubrió que aquel no era el único don sobrenatural que poseía. Con cierto nivel de silencio era capaz de leer los pensamientos de los demás. Menos mal que podía controlar esta habilidad a su antojo y utilizarla solo cuando lo creyese conveniente porque, de no haber sido así, se habría podido volver loca de verdad en tan solo unas horas. Esto le resultó especialmente útil en muchas ocasiones. Pero su magia iba más allá. Podía, incluso, llegar a sanar pequeñas dolencias con el simple uso de fuerza de voluntad.
Con el paso del tiempo, Rebeca hizo uso de sus poderes a su antojo, pero siempre para el bien de los demás y en el más absoluto de los secretos. Ni siquiera su mejor amiga, con la que compartía todo, conocía sus facultades extraordinarias, a pesar de que, en más de una ocasión, estuvo tentada de contárselo.
El día de su decimoctavo cumpleaños, después de comer en familia, su madre y su abuela la llamaron a la cocina. Cerraron la puerta y la animaron a sentarse con ellas a la mesa. Mientras la abuela preparaba café, su madre la cogió de la mano y comenzó a hablar en tono confidente:
—Escucha, cariño. Hay una cosa de las mujeres de la familia que deberías saber.
En ese preciso instante, la abuela, que llevaba una taza de café en cada mano, dio un traspiés. Su madre estaba de espaldas a ella, así que no pudo ver cómo tropezaba y estaba a punto de caer, derramar el líquido caliente y hacer un destrozo con la loza. Rebeca, sin pensarlo, hizo uso de su magia para devolver a su abuela a su posición natural y evitar, no el desastre, sino que la anciana sufriese ningún daño. La buena mujer se quedó parada en el sitio un momento, pero prosiguió su camino hacia la mesa sin decir una palabra. Su madre continuó con su discurso, después de agradecer a la abuela el café.
—Ahora que has llegado a la mayoría de edad, debes saber algo muy importante. Sé que te va a parecer increíble y no quiero que te asustes, pero, desde hace muchas generaciones, las mujeres de la familia de tu abuela nacemos con algún poder sobrenatural.
Rebeca, sin perder la compostura y guardando muy bien las apariencias, le contestó:
—Pero, mamá, eso es imposible. Anda, no me cuentes ningún cuento.
Compartió una mirada de complicidad con su abuela, que sonrió con agrado.
—Creo que ya lo sabe, hija, ya lo sabe.
Ana Centellas. Diciembre 2021. Derechos registrados.


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