Al compás de la marea
te amaré,
bajo el murmullo de las olas
te amaré.
Dejaré marchar al viento
los gemidos de mi cuerpo,
que se los lleve el levante
al otro extremo del mundo,
que el universo se entere
del deseo que me ahoga
al compás de la marea
y mecido por las olas.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.
Se me
borró la sonrisa cuando aún era una niña, entre osos de peluche y muñecas por
vestir, entre cazuelas pequeñas dentro de una cocinita, entre bicis y patines,
entre leotardos calados y lazos en las coletas.
Se me
borró la sonrisa cuando perdí la inocencia, cuando a marchas forzadas me llegó
la madurez. Se me borró trabajando en la escuela, en la casa y en algún que
otro sitio donde no debía estar, se me curtieron las manos y mi tez se
ensombreció.
Se me
borró justo el día en que padre fue a la guerra, en un Oriente cercano que yo
dentro de mi ignorancia no sabía ni siquiera situar. Nos lo quitaron de golpe,
sin darnos alternativas, se lo llevaron al frente, en misión humanitaria, unas
bonitas palabras que para mí tenían el mismo significado que si me hubieran
dicho te lo vamos a matar.
Ya no
tenía sonrisa cuando llegó la llamada que tanto habíamos temido los que
quedamos en el hogar. Solo quedaron las lágrimas dispuestas a ser derramadas
sobre el rostro de una niña a la que demasiado pronto le robaron la felicidad.
Tantos
años he vivido con esta extraña mueca en la cara, que a veces finjo que es risa
que ya llevo tatuada. Nadie ha podido cambiarla, se ha quedado para siempre, y
se viste con más arrugas que las que muestra mi frente.
Algunas
veces sueño que me devuelve el espejo una sonrisa tan limpia como la que solía
tener. Y despierto cubierta de lágrimas que resbalan por la almohada, ni rastro
de esa sonrisa que desearía tener. La conozco, solamente, por las antiguas
fotografías de mi niñez, cuando no solo enmarcaba mi rostro sino que me
aportaba una luz que hacía que hasta mis ojos brillasen. De mi mente, hace
tiempo que se olvidó.
Se me
borró la sonrisa y sueño, sueño con que llegue el día en que la vuelva a
recuperar.
El viento
soplaba con una fuerza inusitada aquella tarde, convirtiendo el día en algo más
que desapacible. Las nubes viajaban con tanta celeridad que bien podía lucir el
sol, que al instante siguiente el cielo se encontraba por completo cubierto y
las gotas de lluvia golpeaban con violencia contra todo aquello que se
encontrase en su camino. Las ramas de los árboles se agitaban con vigor y las
vallas de una obra cercana amenazaban con derribarse sobre la calzada de un
momento a otro.
En el
interior de su casa, Virginia contemplaba el espectáculo por la ventana,
envuelta por completo en una manta y con una taza de café bien caliente entre
las manos. A pesar de estar todo bien cerrado, el sonido del viento entraba en
la casa ocasionando gran estruendo. Aun sabiendo que estaba resguardada y
protegida en su hogar, no podía evitar sentir miedo. Siempre había tenido miedo
al viento. Se sentía como cuando era pequeña y corría a refugiarse en el regazo
de su madre. Ahora, siendo adulta como era, no podía evitar seguir sintiendo
ese miedo casi irracional y carecía de regazo al que acudir.
La cuerda
de la pequeña cortina que colgaba en un lateral de su terraza golpeaba los
cristales de la ventana con insistencia y con tanta fuerza que Virginia pensó
que terminaría por romperlos. Esa sería su perdición, con todo el viento
arremetiendo dentro de la casa y elevando sus temores al máximo, por no hablar
de los destrozos que causaría. Iba a tener que salir a la terraza y recoger
bien aquella cuerda que no hacía más que ponerla más nerviosa de lo que ya
estaba por el propio viento.
Sintió un
escalofrío. Por nada del mundo quería abandonar la calidez de su manta, esa
especie de regazo que había elegido para auto protegerse de sus propios miedos.
Pero era una mujer adulta y no podía quedarse allí arremolinada sin hacer algo
para evitar lo que ya le parecía inevitable.
Hizo
acopio de valor y se levantó con un sonoro suspiro que casi compitió en fuerza
con el ulular del viento colándose por las inexistentes rendijas de su hogar. Se
acercó a la puerta que daba salida a la terraza con movimientos lentos,
cargados de mil temores, como si el hecho de arrastrar los pies hasta su
destino fuese a hacer que transcurriese el tiempo suficiente para que ya no
fuera necesario hacerlo. No fue así. Llegó hasta la puerta justo cuando una
fuerte racha de aire cubrió el cielo de grandes nubarrones oscuros y
desapareció el rayo de sol que un instante antes atravesaba los cristales.
Aquello le pareció un mal presagio.
Armándose
de un valor que realmente no sentía, cerró los ojos y abrió la puerta. Las
cortinas comenzaron un baile salvaje alrededor de su cuerpo, como si estuvieran
tratando de impedir que saliese al exterior. Ya no había vuelta atrás, pensó.
Tenía que salir y evitar el destrozo o después se podría arrepentir de no
haberlo hecho.
Fue poner
un pie en el exterior y ocurrió lo impredecible. Como si el viento hubiese
notado su presencia, se arracimó en torno a ella. Pequeñas rachas la recorrían
de arriba abajo, acariciándola, envolviéndola. Jugaban con sus cabellos
elevándolos hacia las nubes, cruzándolos por delante de su rostro,
enredándolos. Parecía que quisieran convertir en una bonita melena rizada el
pelo liso de Virginia. Sentía cosquillas por todas partes y un frescor que la
embriagaba por completo.
Virginia
permaneció muy quieta. Contra todo pronóstico, se sentía bien. Parecía que el
viento le estuviese pidiendo que abandonase sus temores, decirle que quería
jugar con ella, limpiarla de tensiones, hacerla sentir viva. Y, con una última
ráfaga que despejó su rostro del galimatías en que se había convertido su
cabellera, Virginia sonrió. Y, con su sonrisa, un nuevo rayo de sol se volvió a
colar entre las nubes.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.
Hay vida que nace a la vida
con cada nueva salida del sol,
ocasos que mueren sedientos
después de un momento
de gloria en el cielo sin ningún pudor.
Hoy los verdes son más verdes
hasta en la paleta de cualquier pintor
que retrate aun sin fundamento
el creso alimento
que llega a la vida a darle color.
Ahora se vierten del cielo
cientos de colores de papel crespón,
que vienen de ser cenicientos
y los porta el viento
hasta el fondo vano de algún corazón.
Hay vida que nace a la vida
con cada nueva salida del sol.
Lee de mi cuerpo,
sigue mis líneas,
mis torcidos renglones
por los que se escapan los suspiros
almidonados bajo suaves sábanas
que no dejan pasar la luz.
Lee en mis entrañas
el mensaje secreto
que escondo entre mis piernas,
ve pasando las páginas escritas
con la tinta invisible e indeleble
de mi propia excitación.
Recréate en la lectura
de todas mis expresiones
cuando con tu pluma llenas
los espacios en blanco que alberga mi cuerpo
escribiendo sin pudores
todo lo olvidado en los recodos de tus fantasías.
Lee de mi cuerpo,
sigue mis líneas,
no me dejes en blanco,
escribe en mi ser.
Ana Centellas. Septiembre 2018. Derechos registrados.
Vestí mis ganas de ti
con traje de terciopelo,
me disfracé de pecado
concupiscente y salvaje
entre sábanas de raso
y silencié a mi inocencia
con mordaza de veneno.
Por ti inmolé mi pureza
sofocándola en benceno.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.
Una noche soñé que soñando
soñaba contigo
y en mis sueños perdí la cordura
por verte algún día
soñando conmigo.
Te sentí tan distante en mis sueños
que por un momento
deseé no volver a soñarte,
sacarte de un limbo
que se me hizo eterno.
Pero dentro del sueño soñé
que volví a soñarte
y en tus brazos yo me acurrucaba
riendo entre sueños
por no despertarte.
Una noche soñé que soñando
al final me amabas,
ya no quise jamás despertar
y soñando contigo soñé
que tú me soñabas.
No debieras envidiar mi fortaleza
construida golpe a golpe de destino
ni sufrir cuando me mudo a mis silencios
desterrada y con el semblante fiero
de un alma que ya no se vende por dinero.
No debieras anhelar mi feroz fuerza
ni admirar la entereza de mis pasos
sin saber la procesión que va por dentro,
que en el polvo del camino hundí mis huesos
y en la forja de la vida me hice hierro.
Entre las sombras a contraluz
que recorren nuestro cuarto
te observo
sostener entre tus manos
el grafito con que trazas
la silueta sedienta
de mi cuerpo aún desnudo.
Una gota de sudor se desprende
de tu espalda
mientras dibujas mi alma
después de haber sucumbido
al cálido aliento de tus susurros,
de tu respiración agitada
despertando mis sentidos.
Ven,
suelta el lápiz y el papel,
ven a recorrer mi cuerpo,
respírame en tu silencio,
y dibújame con tenues trazos
de caricias sobre mi piel.
Ana Centellas. Septiembre 2018. Derechos registrados.
Todos esos fantasmas que planean sobre mí todas las noches son las sombras de las dudas que me envuelven y me agitan por el día. Son cobardes, traicioneros, y aprovechan mi descanso para cernir sus espectros siempre que bajo la guardia.
Algunos
llevan tu nombre. Otros, sin más, se pasean por mi cuarto vestidos de
anonimato, creyendo que de esta forma no los voy a descubrir. Los más astutos
van lentos, se ríen a carcajadas mientras les miro la cara sin saber si de
algún modo yo les podría espantar. Otros, en cambio, van raudos y pasan sin
detenerse, no vayan a ser reconocidos en algún extraño momento que tenga de
lucidez. Y todos visten de oscuro, para perderse en las sombras y evitar al
centinela que hace ya bastante tiempo coloqué en la entrada de mi guarida sin
voz.
Piensan
que les tengo miedo, que cuando cierro los ojos es para no verles el rostro o
que en mi ingenua locura creyese que de este modo fuesen a desaparecer, como
hacía cuando era niña y cubriendo mi cabeza lograba cerrar la puerta del
armario donde alguno ya tenía su escondite.
Solo te
daré un consejo, no intentes jamás detenerlos, que nunca han sido partidarios
de aceptar ese tipo de intromisión. Son mis fantasmas. Nos entendemos. Ya lucho
yo con ellos.