Se me
borró la sonrisa cuando aún era una niña, entre osos de peluche y muñecas por
vestir, entre cazuelas pequeñas dentro de una cocinita, entre bicis y patines,
entre leotardos calados y lazos en las coletas.
Se me
borró la sonrisa cuando perdí la inocencia, cuando a marchas forzadas me llegó
la madurez. Se me borró trabajando en la escuela, en la casa y en algún que
otro sitio donde no debía estar, se me curtieron las manos y mi tez se
ensombreció.
Se me
borró justo el día en que padre fue a la guerra, en un Oriente cercano que yo
dentro de mi ignorancia no sabía ni siquiera situar. Nos lo quitaron de golpe,
sin darnos alternativas, se lo llevaron al frente, en misión humanitaria, unas
bonitas palabras que para mí tenían el mismo significado que si me hubieran
dicho te lo vamos a matar.
Ya no
tenía sonrisa cuando llegó la llamada que tanto habíamos temido los que
quedamos en el hogar. Solo quedaron las lágrimas dispuestas a ser derramadas
sobre el rostro de una niña a la que demasiado pronto le robaron la felicidad.
Tantos
años he vivido con esta extraña mueca en la cara, que a veces finjo que es risa
que ya llevo tatuada. Nadie ha podido cambiarla, se ha quedado para siempre, y
se viste con más arrugas que las que muestra mi frente.
Algunas
veces sueño que me devuelve el espejo una sonrisa tan limpia como la que solía
tener. Y despierto cubierta de lágrimas que resbalan por la almohada, ni rastro
de esa sonrisa que desearía tener. La conozco, solamente, por las antiguas
fotografías de mi niñez, cuando no solo enmarcaba mi rostro sino que me
aportaba una luz que hacía que hasta mis ojos brillasen. De mi mente, hace
tiempo que se olvidó.
Se me
borró la sonrisa y sueño, sueño con que llegue el día en que la vuelva a
recuperar.
Cuando lo
vi, aquella soleada mañana de domingo, supe que tenía que ser mío. Me había
levantado temprano, como solía ocurrirme a menudo desde hacía un tiempo. Lejos
habían quedado ya las largas mañanas de colchón durante mis fines de semana,
cuando el desayuno y el almuerzo se convertían en una única comida. Quedaron
reservadas para los ya pasados tiempos de mi juventud y la desazón que me
producía el hecho de saberme ya un adulto con responsabilidades me impedía
malgastar un segundo de más en la cama.
Precisamente
ese era el sentimiento predominante aquella mañana, sentado frente a mi taza de
café y al periódico del día, que me hizo recordar los grandes tazones de leche
con cacao que, humeantes, me preparaba mi madre cada mañana cuando aún era un
niño con ilusiones. Creo que la palabra que podría encajar mejor en la
definición de ese sentimiento sería añoranza. Una brutal añoranza del pasado se
había apoderado de mí, poco a poco y a lo largo de los últimos años, cargando mi
espalda como con un lastre que me hacía que me replegara un poco más sobre mí
mismo cada mañana.
Decidí
despejar las ideas saliendo a dar un paseo. Las callejuelas del centro de
Madrid siempre habían tenido un extraño poder curativo en mí y la mañana, radiante
en aquella espléndida primavera, resultaba muy propicia para ello. Mis pasos,
al principio lentos por la rémora de la apatía, se fueron transformando en un
ágil caminar según iba avanzando por las calles y estas se iban volviendo cada
vez más estrechas a mi paso. Fueron esos resueltos pasos los que me llevaron,
sin que lo hubiese planeado, al Rastro.
El
bullicio y la algarabía que había en el lugar, que siempre me había resultado
mágico y bohemio, terminaron de alcanzar el resultado esperado de mi caminata.
Una muchedumbre animada caminaba por entre los puestos, observando,
conversando, riendo. Las terrazas estaban repletas de personas que disfrutaban
del magnífico sol, algunas aún con el primer café de la mañana, mientras que
otras ya habían dado paso a la alegría y el placer de unas cañas compartidas.
Fue allí,
entre la multitud, cuando lo vi. Estaba apoyado contra el lateral de uno de los
tantos puestos de arte del mercadillo, podría decirse que casi dejado con
descuido, y nadie parecía prestarle atención a su paso. A mí, sin embargo, me
cautivó. El tiempo se detuvo durante unos instantes en los que dejó de llegar
hasta mis oídos el bullicio del gentío. De pronto, me sentí transportado a otro
tiempo y a otro lugar. Pude apreciar en mi nariz el aroma a campos de cereal
recién segado, a pan recién hecho, a noches de calor, a la paja mojada tras una
lluvia de verano, a infancia y felicidad.
Dirigí
mis pasos hasta él para apreciarlo mejor. Aquel cuadro, sin que tuviera en
apariencia nada de particular, había conseguido evocar en mí tales sensaciones que
supe de inmediato que se vendría conmigo a casa. Deslicé los dedos por el
rugoso lienzo, cubierto por aquellos colores tan cálidos, y fui capaz incluso
de escuchar la dulce voz de mi abuela llamándome con cariño para comer.
Lo
coloqué en un lugar de honor en mi dormitorio, aquel que hasta entonces había
ocupado la pequeña televisión que trataba, sin lograrlo, de aportar una pizca
de recreo a mis noches. Ahora, cada vez que me invade la añoranza, no tengo más
que introducirme en ese extraño paisaje que, sin embargo, representa tanto para
mí. En él está reflejada mi juventud.
Pasa cada
día por delante de mí, ante mi mirada absorta que quisiera mantenerlo inmóvil,
a mi lado, sin que, no obstante, pueda hacer nada por retenerlo. Todos mis
esfuerzos han sido en vano, todas mis intenciones, todo el empeño dedicado para
intentar detenerlo no han sido capaces de impedir que siga su avance sin
tregua.
Quisiera
poder declarar un armisticio en esta guerra enloquecida que mantengo con él,
sentarme a su lado, comprender su silencio, descifrar el secreto que con tanto
celo guarda, para llegar algún día a firmar una declaración de paz entre los
dos. Sin embargo, él nunca se detiene, como si no tuviera el más mínimo interés
en averiguar aquello de lo que sería capaz si en algún momento llegara a
ponerse de mi parte.
Él solo
continúa su paso, libre, y llega lejos, muy lejos. Mientras, mi mirada
incrédula y estéril ve cómo transcurren los minutos, las horas, los días,
los años, los lustros incluso, sin que haya logrado ni el más mísero avance
desde mi insignificante y desvalido punto de partida.
Aun así,
nunca he cejado en mi empeño. He librado con fragor una batalla que, en mi
indudable inocencia, desconocía que ya estaba de antemano perdida. Ahora que el
agotamiento ha ganado el pulso a los sudores vertidos por mi frente, creo que ha
llegado el momento de dar por perdida esta contienda a todas luces falta de
sentido.
Hincaré
una rodilla en el polvo del camino recorrido y, a pesar de mis denuedos, izaré
a un lugar bien alto la bandera blanca de mi rendición y la haré ondear al
viento. Nunca, jamás, debí luchar contra el paso del tiempo.
Álvaro
era un niño que vivía en un pequeño pueblo escondido entre las montañas. Era el
único niño que habitaba aquel recóndito pueblo que casi nunca recibía visitas
de foráneos y que era como una pequeña gran familia formada por todos los
habitantes. Él era feliz viviendo allí, pero en demasiadas ocasiones echaba de
menos tener algún amigo con el que jugar. Sus compañeros de escuela vivían en
otros pueblos más grandes y, durante los fines de semana y, sobre todo, las
largas temporadas de vacaciones escolares, los echaba mucho de menos.
Sin
embargo, Álvaro jamás se aburría. Salía y entraba de su casa cuando quería, con
la tranquilidad que a sus padres les daba que cualquier vecino del pueblo le
estaría echando un vistazo en dondequiera que se encontrase. Así que Álvaro
disfrutaba de una libertad sin precedentes y combatía la falta de amigos con
una desorbitada imaginación.
Lo peor
era cuando, pasado el verano y las vacaciones, comenzaban las largas noches
otoñales e invernales, que apenas le permitían pasar al aire libre todo el
tiempo que a él le hubiese gustado.
La única
cosa que Álvaro tenía prohibida era internarse en el bosque sin compañía, algo
que, hasta el momento, había cumplido a rajatabla. Sin embargo, una de aquellas
tardes de otoño en las que ya había anochecido y aún quedaba un buen rato para
la cena, le venció la curiosidad. Era sábado y llevaba todo el día ideando algo
que le ocupase la tarde, hasta que en su mente se comenzó a forjar la idea de
dar un paseo por el bosque y ya no hubo marcha atrás. Una vez que había tomado
una decisión debía cumplirla o, de lo contrario, por la noche sería incapaz de
dormir. Por no hablar de lo largas que se le hacían las tardes encerrado en
casa.
Con una
linterna escondida en el interior de su chaqueta, anunció a sus padres que iba
a salir a dar un paseo por el pueblo. Ninguno de ellos se opuso, pues tenían
toda la confianza puesta en su hijo, que jamás había desobedecido una orden.
Además, el avanzado estado de gestación de su madre, que albergaba en su
interior dos pequeños, tampoco propició que sus padres se animasen a
acompañarle. Pronto tendría compañeros de juegos en aquel pequeño pueblo donde
habían encontrado la tranquilidad que necesitaban.
Al
principio con pasos temerosos, luego ya más decididos, Álvaro se fue adentrando
en el bosque. La oscuridad iba en aumento a medida que avanzaba, pero, de igual
forma, le parecía ver cómo se iba acercando una luminosidad tenue que le llamó
la atención. Curioso como era, dirigió sus pasos hasta aquel foco de luz que se
divisaba entre los grandes troncos de los árboles, hasta que llegó un momento
en que no necesitó de su linterna para continuar en su avance.
Oculto
tras el tronco de un fuerte roble, observó boquiabierto cómo, alrededor de un claro
del bosque, decenas de candiles colgados de las ramas más bajas emitían una
cálida y titilante luz. En el centro del claro, diminutas figuras danzaban
felices, en pequeños grupos que, juntos, formaban una circunferencia perfecta
sobre el suelo ya cobrizo del bosque.
Sin poder
evitarlo, Álvaro salió de su escondite para contemplar mejor a todos aquellos
pequeños duendes, elfos y hadas que se habían reunido en el corazón del bosque.
En un primer momento, todos detuvieron su baile, quedaron callados y expectantes
al verse sorprendidos por aquel niño humano que les triplicaba en altura. Por
primera vez en cientos de años habían sido descubiertos. Uno de ellos, el que
parecía más anciano, se acercó hasta el niño, dando cortos pasos sobre un
pequeño cayado de madera vieja. De inmediato sintió la inocencia en la mirada
de aquel humano, la sorpresa que delataban sus ojos y la sonrisa sincera que
mostraba su rostro.
Álvaro se
incorporó encantado a aquella particular fiesta mágica, tras prometer que, con
él, el secreto quedaría a salvo. Desde entonces, Álvaro acudía cada día, cuando
ya había caído la noche sobre el pueblo, a su encuentro con sus nuevos amigos
del bosque, que jamás permitieron que volviese a estar solo.
A día de
hoy, varias décadas más tarde, Álvaro continúa asistiendo a aquellas reuniones
de las que tanto disfrutaba y que, ahora, además, le proporcionan una felicidad
sublime al observar cómo sus hijos derrochan el mismo cariño a sus pequeños
amigos como él mismo lo había hecho en su infancia.
Siempre
había flores en la ventana de la casa de la bruja y a mí eso, cuando era un
niño, siempre me llamó la atención. Era una casa pequeña, descuidada, con
grandes desconchones en la cal que la recubría, lo que le daba el aspecto de
ser realmente lo que nosotros pensábamos que era, la casa de una bruja.
Se
llamaba Josefina y debía de rondar los sesenta años cuando nuestra pandilla
jugaba a probar su valentía acercándose hasta su puerta, pero para nosotros
bien podía haber cumplido ya los cien. Era menuda, incluso más que nosotros,
que éramos unos mocosos que no levantábamos un palmo del suelo, como quien
dice. Tenía una larga melena que le llegaba hasta la cintura, cubierta por
completo de canas. En realidad era una hermosa cabellera blanca que siempre mantenía
pulcra y brillante, como recién cepillada. Siempre vestía de negro, en señal de
un luto riguroso que guardaba desde que su marido falleciera bastantes años
atrás.
Apenas se
la veía por el pueblo, siempre encerrada en su humilde casa. De vez en cuando,
abría la mitad superior de la portezuela y se asomaba a la calle, como si
estuviese en busca de alguien que jamás llegaba. Lo hacía con mayor frecuencia
por las tardes, cuando el sol ya estaba a punto de ocultarse para dar paso a la
noche. Ni qué decir tiene que, una vez que había oscurecido, a ninguno de
nosotros se nos ocurría acercarnos hasta allí. Todavía, a día de hoy, recuerdo
con nitidez las pesadillas que llegué a tener con ella y aún se me pone la piel
de gallina al pensarlo.
Supongo
que era el luto, junto con el cabello blanco, lo que nos llevaba a pensar que
era una bruja. En nuestros juegos, su casa era nuestro lugar predilecto. A
veces en pandilla, a veces de uno en uno, en una prueba de ver quién era más
valiente, nos acercábamos a su puerta, bajábamos el escalón que daba acceso y
nos quedábamos allí para comprobar quién era capaz de aguantar más tiempo.
Nuestro valor se medía por los minutos que pasabas en la puerta de la bruja e,
incluso, por quién tardaba más en salir corriendo si esta abría la puerta y
asomaba su nívea cabeza.
Mi miedo
era atroz. En las ocasiones en que coincidió que Josefina abría la media
portezuela justo cuando yo estaba allí, agazapado, con el corazón en un puño,
por poco me daba un infarto. Sin embargo, seguía haciéndolo y, cada vez que lo
hacía, no podía dejar de mirar la ventana de aquella casa que siempre estaba
cuajada de flores. Flores hermosas y cuidadas que poco tenían que ver con la
idea que mi cabeza tenía preconcebida de lo que debía ser la casa de una bruja.
Hoy,
veinte años después, visito cada día la casa de Josefina y me recibe una
cariñosa anciana octogenaria que aún cuida su melena como tanto tiempo atrás.
Su ventana sigue repleta de flores, como siempre ha estado, mientras tomamos
café bajo un rayo de sol que se cuela a través de las cortinas. Mi trabajo
consiste en ayudar a su hijo, un señor que ya no cumplirá los sesenta, a
superar la adicción al alcohol que arrastra desde más de veinte años atrás,
cuando su madre se asomaba con frecuencia a la puerta para ver si lo veía
regresar.
Ahora que
veo la fuerza que recorre las venas de esa menuda mujer, a la que la vida ha tratado
con especial crueldad, me doy cuenta de cuán crueles éramos también nosotros
cuando, de niños, nos divertía ir a jugar a la casa de la bruja.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.
Da
comienzo un año nuevo sin que haya perspectivas de que la situación en la
ciudad vaya a cambiar un ápice y claros signos de desesperación se comienzan a
notar entre la población, sobre todo entre los más ancianos, que conocieron una
vida muy distinta a la que ahora se nos ofrece.
Hace ya
treinta años que la nave Libertis Alfa I, procedente del planeta vecino Marte,
aterrizó junto a nuestra ciudad con intenciones de colonizar el planeta. Por lo
visto, la conmoción que causó entre la población fue sobrecogedora. Después de
décadas enviando sondas para intentar esclarecer si sería posible alguna forma
de vida en el planeta contiguo, con resultados indeterminados, los alienígenas,
cuya inteligencia nos superaba de manera exorbitante, tomaron las riendas. Bajo
una apariencia amigable, se instalaron en nuestra ciudad y establecieron aquí
su base de operaciones desde la que poder controlar todo el planeta Tierra.
Tras los
tumultos iniciales, la población comenzó a aceptar a aquellos seres que, de una
manera tan altruista, compartieron con nosotros sus conocimientos y, en poco
tiempo, dieron por cumplida su misión de controlar el planeta. Los avances
tecnológicos que incorporaron fueron desorbitados y recibidos con los brazos
abiertos. La tele transportación, por ejemplo, fue una ayuda incalificable para
el desarrollo de todos los procesos terrícolas y, durante un tiempo, los
niveles de estrés y ansiedad casi desaparecieron por completo. Así ocurrió con
infinidad de avances más que incorporamos a nuestro día a día con total
normalidad.
Sin
embargo, los alienígenas también incorporaron su forma de vida. Los edificios
fueron siendo sustituidos por edificaciones modernistas sin ningún sentido
estético. Los parques y jardines fueron eliminados para abrir más espacio al hormigón
y al metal. Se suprimió toda forma de ocio y la única meta que pasó a tener el
ser humano fue la productividad sin pausa. Aquella felicidad de la que creían
carecer antes de la colonización se esfumó para siempre.
Cuando yo
nací, la invasión alienígena ya estaba totalmente completada. A mis veinte
años, jamás he conocido los colores ni ninguna forma de diversión. Apenas
aprendí a caminar dio comienzo mi vida laboral. Por suerte o por desgracia, los
chips que nos implantan al nacer y que nos implementan toda la inteligencia
necesaria para ser productivos desde el comienzo de nuestros días, aún no han
logrado otorgarnos una habilidad tan básica como la de sostenernos sobre dos
piernas.
Conozco
cómo era la vida en mi ciudad antes de la invasión gracias a mis abuelos. A
pesar de que fue prohibido y eliminado cualquier vestigio de la vida terrícola
anterior, aún guardan de manera clandestina en el refugio anti pánico que todas
las viviendas deben tener de manera obligatoria, cientos de fotografías, ropas
y utensilios que me muestran con tanta frecuencia como les pide su añoranza de
un tiempo pasado que, sin duda, debió de ser mucho mejor. Gracias a las
fotografías he podido conocer, por ejemplo, lo que es una sonrisa, algo que
ahora es inconcebible y perseguido.
Hoy que
da comienzo un nuevo año, mis ansias de cambio son más fuertes que nunca. Sin
permiso, y antes de que saliesen los primeros rayos del sol del que tanto nos
debemos proteger, he bajado al búnker y he abierto la pequeña caja donde la
abuela guarda parte de la ropa de su juventud. Elijo la más llamativa y me
visto con ella. Me sienta como un guante y enseguida comienzo a notar los
efectos del color en mi estado de ánimo. Amparada aún por las sombras, traspaso
los límites de la ciudad, vulnerando la estricta vigilancia a la que están
sometidos.
Una vez
fuera, los primeros rayos de sol comienzan a calentar mi rostro durante tantos
años cubierto. Es una sensación maravillosa y la sonrisa es inevitable. Me
siento eufórica y lanzo un grito de alegría, que acompaño con un gran salto
hacia el cielo. Con esta sonrisa, la brisa en la cara y el color rojo
alegrándome el alma, siento que soy capaz de iniciar una rebelión en este mismo
momento. ¿Y por qué no? Alguien tendrá que dar el primer paso.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.
Hoy me he
levantado como si me hubieran dado una paliza. Tal cual. Parece que acabara de
salir de un ring de boxeo después de tener que medirme con el contrincante más
pesado que había entre los adversarios. Creo que me ha dado un buen repaso a
todos los huesos. Vamos, que me ha dejado para hacer choped, como mucho, y eso
siendo optimista, porque ya creo que ni para eso valdría.
El caso
es que ni por asomo se me ocurriría entrar en un ring de boxeo. Con lo canija
que soy yo, ni hablar, me dejaría más púrpura que mi camiseta del 8M. Ni
tampoco creáis que ayer me dio por correr una maratón ni nada parecido. Que va.
He sido todo lo prudente que mi alocada vida me permite, pero, aun así, no hay
un solo músculo o hueso de mi cuerpo que no se esté quejando en estos momentos.
Por no hablar de la calentura que tengo, porque estoy más caliente que un
relato erótico. Si al menos estuviese yo para esas fiestas, pero no. Que casi
no puedo ni moverme, vamos, si parezco una abuelita que ha perdido su bastón.
Si os
digo que a cada instante la calentura se olvida de mí e intercambia los papeles
con un frío que parece que el polo norte se haya instalado debajo de mi
mantita, supongo que ya habréis imaginado, porque sois chicos listos, qué es lo
que me pasa. Sí, tengo fiebre. Y mirad que yo no tenía fiebre desde que era
pequeña, que me paso los años sin un simple resfriado.
Como a mi
doctor de cabecera ni siquiera lo conozco, ni me planteo pasar por consulta,
que luego ya me sé yo lo que pasa, que te pillan los médicos por banda y ya no
te sueltan y como una ya va teniendo una edad… Que si vamos a hacer un
chequeo, que si vamos a hacer una analítica, que si esto, que si lo otro, que
si ya no te suelto y no quiero. Así que no sé exactamente qué es lo que me
ocurre.
Me han
dicho por ahí las malas lenguas que es un virus, que se me ha metido en el
cuerpo como espíritu maligno y por eso estoy así cual niña del exorcista.
Seguro que era pequeño, feote y cobarde. Porque no le vi venir que si no, se
iba a haber tenido que medir conmigo en un ring de boxeo, a ver quién ganaba.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.
Me
encanta viajar en metro. Así, como lo oís, me encanta. Lo que para muchos puede
resultar incluso un auténtico calvario, para mí es una experiencia de lo más
placentera. De hecho, se podría decir que es una de mis aficiones preferidas,
por no decir mi predilecta. Así como a otras personas les gusta dedicar su
tiempo libre a bailar, escuchar música, viajar, hacer algún deporte o un sinfín
de posibilidades más, a mí lo que más placer me produce es viajar en metro.
Llamadme friki si queréis, no me
importa. Además, produce un efecto relajante en mí que en más de una ocasión ha
provocado que despertase sobresaltado en las cocheras…, pero eso ya es otra
historia.
Descubrí
mi pasión por el metro cuando llegué a Madrid, con apenas dieciocho añitos
recién cumplidos, para buscarme un porvenir que en mi pueblo natal
supuestamente no tenía. El bullicio de la gran ciudad me cautivó, así, sin más.
Pero la primera vez que me sumergí en sus entrañas para desplazarme hasta mi
centro de estudios, descubrí la magia que encerraban todos aquellos túneles y
vagones incesantes. Podía pasar horas viajando en aquellos trenes, más modernos
unos, como sacados del pasado otros. Bajaba en cualquier estación al azar para
recorrer los túneles que conectaban con otra línea y mezclarme con todo el
gentío que caminaba en todas direcciones con prisa. Me detenía ante los músicos
que, en ocasiones, encontraba en ellos y disfrutaba de ese arte, que era como
un obsequio que pocos se paraban a admirar.
Me
enamoré sin previo aviso y de manera irrevocable de toda aquella maraña de
sensaciones que encerraba el metro, hasta el punto de que, en mis días libres y
hasta hoy, bajo caminando hasta la boca más cercana a mi casa para deambular
por esas galerías como quien sale a pasear por el parque.
Lo que
más me gusta de los viajes en metro es mezclarme con la gente y observarla. No
sé si será mi vocación de sociólogo, pero cuando más disfruto es cuando el
vagón está repleto y puedo curiosear en las diversas personalidades de
una manera casi discreta. La mayoría va a lo suyo, enganchados al teléfono
móvil, leyendo algún libro o, simplemente, con los ojos cerrados fingiendo, o
no, algún sueño que se quedó atrasado. Pero, si prestas atención, las
conversaciones que puedes escuchar pueden llegar a ser de lo más interesantes.
Más incluso pueden serlo aquellas que no precisan de palabras. Recuerdo en una
ocasión un juego de miradas tan intenso que terminó en una estación, imagino
que no era la de los dos, con un roce de manos mientras salían por la puerta
del vagón.
En el
metro de Madrid he sido testigo de infinidad de coqueteos, a saber cuántas
historias de amor se han forjado entre los viejos vagones. He llegado a ser
testigo incluso de algún escarceo no apto para todas las edades. Y también de
las situaciones más variopintas. Quizá algún día me siente a escribir un libro
con las historias que me ha ido contando el metro. Sería interesante, ¿no
creéis?
De
momento, seguiré disfrutando de mis viajes socio-culturales en metro, sin poder
evitar una sonrisa cada vez que escucho por megafonía aquello de «Metro de
Madrid informa…» Si yo informase de todo lo que sucede en el metro de
Madrid…
Ella se
fue deshojando poco a poco. Con el paso del tiempo, se le fueron perdiendo las
hojas como si fuera el goteo de una fuente que, sin que nadie lo advierta,
derrama poco a poco el agua pura hasta que llega un momento en que agota el
manantial. Ella, que siempre había estado repleta de flores, se desprendió
también de sus pétalos y dejó una preciosa alfombra roja a su paso por la que
todos querían pasear.
Ella lo
dio todo por los demás. Se desvivió por sus amigos, por su familia, sus
compañeros, sus vecinos e incluso muchos desconocidos. Todos ellos, conocedores
de la acogedora sombra que proporcionaban sus hojas, acudían a ella para que
les otorgase la plácida vitalidad de la savia que corría por sus venas. En
todos los casos, sin excepciones, los atendía con su mejor sonrisa,
otorgándoles el amparo solicitado y una dosis extra de diligencia.
Proporcionaba
a los demás los mejores cuidados para que todos pudieran lucir unas hojas como
las suyas, verdes, fuertes, brillantes, llenas de vida. Para que todos pudieran
enorgullecerse de las flores que les brotaban cuando ella acudía a su llamada.
Pero en
el afán por cuidar de los demás olvidó un pequeño detalle. Sus hojas, sus
flores, sus frutos también precisaban de cuidados. Ella necesitaba también agua
y sol que renovasen la savia de su interior, que la mantuviesen verde y
espléndida. Fue postergando estos mimos en aras de mantener a los demás en el
estado más floreciente posible.
Un día
perdió una hoja. Hacía tiempo que había perdido su verdor y se había tornado
amarilla hasta que, al fin, cayó y quedó perdida por el camino de las
exigencias. No le dio importancia, tenía de sobra. A esta primera le siguió
otra, y otra, y otra… Para cuando quiso darse cuenta, se había deshojado por
completo. El proceso fue implacable.
Trató de
ponerle remedio, fertilizó su vivero y lo regó en abundancia. Pero hasta el
tronco se había secado. Ya era demasiado tarde.
Fui la
última en llegar y lo hice con tanta sutileza que nadie se dio cuenta. Las
demás fueron llegando poco a poco, con calma algunas, con una fuerza ciclónica
otras, pero todas fueron bien recibidas, sin queja alguna e incluso con buena
disposición. Para cuando quise llegar yo, ya no quedaba espacio.
Vi cómo
mis compañeras fueron llenándolo todo, pasando incluso desapercibidas en
algunas ocasiones, sin que nadie las detuviera. Tampoco lo hicieron conmigo,
nadie me prestó atención, así que continué mi camino, ese que me habían marcado
de antemano sin que yo pudiera ejercer ningún poder de decisión. Simplemente me
dejé llevar, seguí la corriente del destino como hicieron las demás.
Lo que
para las demás pudiera ser una tenue diferencia entre nosotras, para mí llevaba
implícita una carga de gravedad insoportable. Yo no fui bien recibida. Fui
tachada de culpable, sobre mis hombros cayó el peso de una responsabilidad que,
a mi modo de ver, no me correspondía. No, al menos, en diferente grado que a
las demás, pues lo único que hicimos todas nosotras fue recorrer nuestro camino.
Sin
embargo, yo fui diferente. Yo fui la gota que colmó el vaso.