El relato del viernes: «Solo una leyenda»

Fuente: Pixabay

Solo una leyenda

Es la noche de Halloween. A través de la ventana ya solo se puede ver la densa niebla que hace un rato ha comenzado a caer sobre el pueblo, convirtiéndolo en brumas. Junto a la chimenea encendida, el abuelo Alejandro dormita con las piernas cubiertas por una manta, mientras disfruta del silencio. La densa barba blanca descansa sobre su pecho; sus pensamientos, sobre las nubes. Pero su tranquilidad pronto se ve interrumpida por las voces de los pequeños Andrea, Luis y Rocío, que corren a sentarse sobre la alfombra que está a sus pies, formando un semicírculo.

—¡Abuelo, abuelo! ¡Cuéntanos la leyenda de Halloween! —reclama Andrea, su nieto mayor.

El anciano abre los ojos sobresaltado, da un ligero respingo en su sillón. Un suspiro cansado se escapa de sus labios. Les habrá contado la historia cientos de veces y, tratándose de esa noche, le extrañaba que no se la hubiesen pedido ya.

—¿Otra vez? Si os la tenéis que saber de memoria— replica, con un fingido malestar.

—¡Sí, abuelo, porfa! Sabes que nos gusta mucho escucharla. Además, Rocío era muy pequeña la última vez que nos la contaste y ya no se acuerda— contesta Luis, el mediano.

La pequeña Rocío, más reservada, se limita a observar al abuelo con ojillos de súplica. Él le devuelve la mirada y vuelve a suspirar, pero esta vez consigue que parezca un bufido.

—Ya sabéis que siempre me emociono cuando os cuento esa historia…

—Pero, abuelo, si no es más que una leyenda, ¿verdad? —interviene de nuevo Andrea—. ¡Venga, cuéntanosla!

Alejandro se acomoda en su sillón, entorna ligeramente los ojos y, como si su mente volara hacia algún lugar o tiempo muy lejano, comienza a narrar.

<Era la Noche de Difuntos. Ahora es una noche de juegos y disfraces, pero por aquella época era la más lúgubre y tenebrosa del año. Alejandro y sus amigos, para hacerse los valientes, habían ido a jugar al cementerio. Tendrían, más o menos, tu edad, Andrea. Todos tenían miedo, pero ninguno estaba dispuesto a admitirlo. Por eso, hablaban a gritos y reían con estridencia, para tratar de paliar el denso silencio que habitaba el camposanto.

Fue a Nicolás a quien se le ocurrió la idea de jugar al escondite. Entre tantas lápidas había cientos de lugares donde esconderse y podrían pasar un rato entretenido. Y, aunque ni a Alejandro ni a Martín les atraía la idea de quedarse solos entre todas aquellas tumbas, aceptaron sin dudarlo.

El primero en ligársela fue Alejandro que, apoyado contra una de las lápidas más altas, contaba hasta veinte en voz alta con los ojos cerrados mientras Martín y Nicolás corrían a esconderse, cada uno en una dirección. Cuando Alejandro terminó de contar, a su alrededor solo  se escuchaba un silencio sepulcral.

—¡Voy! —gritó, en parte para que sus amigos lo oyeran y, en parte, para reconfortarse al escuchar su propia voz.

El cementerio parecía vacío. No se oía ni un solo sonido más allá del viento meciéndose en las altas ramas de los cipreses que lo bordeaban. Alejandro comenzó a buscar a sus amigos, rodeando tumbas y saltando sobre las lápidas de piedra. Por más que daba vueltas, recorrió pasillos y se asomó, incluso, a mirar en el interior de los nichos vacíos, no lograba encontrarlos.

En un momento dado, a su izquierda, un susurro le habló al oído y a él le pareció reconocer la burlona voz de Nicolás. Se giró de golpe, esperando encontrar a su amigo, pero allí no había nadie. Apenas había dado un par de pasos en aquella dirección cuando escuchó, con total claridad, otro susurro en el oído derecho. Volvió a girarse en busca de sus compañeros, pero fue recibido por la misma cruel soledad. El corazón le comenzó a martillear con fuerza dentro del pecho; las sienes, a palpitar con ferocidad; y un ligero dolor de cabeza comenzó a fraguarse en su nuca para llegar hasta su frente.

Llevaba ya más de diez minutos tratando de encontrar a sus amigos y el miedo y la desesperación pudieron con él. Sin molestarse en aparentar una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir, comenzó a gritar:

—¡Nicolás! ¡Martín! ¡Salid ya! ¡No me está gustando nada esta broma! ¡Nico! ¡Martín!

Lejos de recibir una respuesta de los chavales, multitud de murmullos le llenaron los oídos. Atormentado, no podía más que llevarse las manos a ambos lados de la cabeza para tratar de callar a todas aquellas voces que le martirizaban. El mundo pareció comenzar a dar vueltas a su alrededor y, por unos instantes, perdió el conocimiento.

A la mañana siguiente, cuando las primeras personas llegaron al cementerio con ramos de flores para visitar a sus difuntos, encontraron al pequeño Alejandro aterido contra una lápida. Agarrándose las piernas con fuerza con las manos, permanecía acurrucado, balanceándose de delante a atrás, con los ojos abiertos desmesuradamente y la vista clavada en algún lugar del infinito. Cuenta la leyenda que a sus amigos nunca más los volvieron a ver.>

El silencio se apodera del pequeño salón, en el que solo se oye el crepitar del fuego en la chimenea. Andrea, Luis y la pequeña Rocío, con la piel erizada, permanecen callados durante algunos segundos. Es Andrea el que, tratando de disimular su temor, se atreve a romper la calma.

—Jo, abuelo, menos mal que solo es una leyenda, ¿eh? —dice en un tono demasiado alto, al tiempo que le da un codazo a su hermano Luis.

—Sí, es solo una leyenda —contesta el abuelo Alejandro, con la mirada perdida a través de la ventana y mientras una lágrima rueda por su mejilla para ir a morir a su poblada barba blanca.

Ana Centellas. Octubre 2021. Derechos registrados.

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Publicado por Ana Centellas

Porque nunca es tarde para perseguir tus sueños y jamás hay que renunciar a ellos. Financiera de profesión, escritora de vocación. Aprendiendo a escribir, aprendiendo a vivir.

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