Hay
momentos en los que, sin querer, cierro los ojos y, como por arte de magia, con
el compás del último latido de mi corazón doliente, me transporto sumergida en
un suspiro hasta alguna mañana cualquiera de hace tantos años que con dificultad
logro recordar. Apenas se guardan en mi memoria los tenues retazos de un rostro
siempre amable o la dulce tonalidad de una voz que nunca más volverá a llegar
hasta mis oídos, pero lo realmente importante, las sensaciones, se recrean de
una manera tan real que, durante ese momento, creo estar viviéndolo de nuevo y
me abandono a la grata nostalgia que me arropa como solo tú solías hacerlo.
Es en
esos momentos cuando vuelvo a sentir tu cálido aliento arrullarme en algún
instante de mi infancia perdida por los túneles sin salida del tiempo, tus
suaves caricias recorrerme el rostro como si las cien arrugas que lo surcan se
hubiesen borrado para volver a dejar paso a la nívea tez inocente adornada de
pecas que conociste una vez. La piel se torna delicada y sublime bajo el
contacto de unas yemas curtidas por el trabajo duro de toda una vida que yo
jamás llegaré a conocer. Se detiene por un instante mi respiración, de nuevo
infantil por un breve espacio de tiempo, porque sé que se aproxima el momento
tan anhelado, ese que, aun manteniendo los ojos cerrados, reconocería en
cualquier lugar y en cualquier segundo.
Por
último, unos labios entrañables se posan sobre mi frente y exhalo con un
callado sollozo el aire hasta entonces retenido en unos pulmones tan pequeños
que apenas caben en mi obturado pecho adulto. Tu cariño vuelve a envolverme
como siempre lo hizo, con esa manera incondicional que tenías de quererme, y yo
siento la dicha recorrer las sendas por las que circula mi sangre hasta que
llega a mis labios y asoma al mundo en forma de tierna sonrisa.
Bebo de
las lágrimas que aún conservan el agridulce sabor a felicidad de aquella niña
que fui entre tus brazos y, cuando abro los ojos, todavía las puedo sentir
alcanzando sin rozar las comisuras torcidas de mi ajada sonrisa de hoy. Vuelvo
al presente con una cruel bofetada de realidad impura y solo puedo esperar a
que regrese ese momento, solo nuestro, en el que vuelvas a besarme en la
frente, mamá.
Cuando un sentimiento brota
de lo más hondo del alma,
se licúa,
se convierte en primavera,
llueve
con una fuerza inusitada
en aquellos ojos tristes
que aguardaron en silencio
para expresar sin palabras
lo que guarda el corazón.
Con la lluvia reverdece
se convierte en limpio y puro,
cándido,
libre de todo pecado,
impoluto.
Y de nosotros depende
que al final de tanta lluvia
se abra ante nuestros ojos
un arco iris intenso
que llegue más allá del sol.
Se explaya así el sentimiento,
mostrándose en alegría,
eterno,
pletórico a la luz del día,
radiante,
deshaciendo en mil jirones
las brumas que tanto tiempo
lo tuvieron reprimido,
representado en cien notas
cual si fuese una canción.
Sentimientos que son lluvia
Al salir del interior.
Siento que los escalofríos que
recorren mi cuerpo
durante toda la noche antes de la salida del sol
convulsionan y agonizan ante el calor de un recuerdo
que va derritiendo a su paso el hielo que me cubrió.
Suaves manos que en penumbra vuelven a recorrer mi piel
y despiertan los instintos que quedaron adormecidos
y encallados en el hielo que a simple vista era solo
la punta de un iceberg.
Y al calor de la memoria se van incendiando las pieles,
manos cobran vida propia para explorar los rincones
que algún día recorrieron las manos de los recuerdos,
se sumergen en pasado para evocar aquel éxtasis
que hace tiempo que murió.
Y el anhelo por el gozo de aquel remoto placer
funde el hielo sobre el lecho,
remite el escalofrío
y da paso a los estertores de la autocomplacencia
a falta de pocos minutos para el nacimiento del sol.
Me gusta
la cafetería que has elegido para nuestro encuentro. Es discreta, acogedora,
perfecta para guarecerse de una tarde fría como la de hoy. En breve comenzará a
caer la noche y la luz tenue del lugar propicia la relajación, la lectura, el
dejar volar la imaginación con las manos en torno a un café caliente, mientras
contemplas por la cristalera el tránsito de la ciudad, y también, ¿por qué no?,
propicia encuentros clandestinos, como el nuestro.
Me
encanta ver tu cara a través de la nube vaporosa que emana de nuestros cafés,
que el camarero nos acaba de servir. Pareces salido de un cuento de hadas del
que todavía no se hubiese terminado de disipar la niebla. Apareces ante mis
ojos enigmático, exótico, sumamente irresistible, aunque mi subconsciente bien
sabe que lo que en realidad eres es peligroso. No debería estar aquí, de hecho,
después de todo lo que hemos pasado en nuestra relación. Altos y bajos,
demasiadas rupturas y reconciliaciones, conforman un currículo bastante
detallado para saber qué es lo que mejor nos conviene.
Sin
embargo, aquí estamos los dos, frente a frente. Cualquiera que nos vea pensará
incluso que somos una pareja corriente, con tus manos entrelazadas con las
mías, y ese tacto que me vuelve loca, y mi sonrisa coqueta. Podría incluso
tratarse de una primera cita de dos tímidos enamorados que inician un
acercamiento. Pero la realidad es bien distinta y, a pesar de lo que pueda
parecer, de que haya instantes en los que casi me deje vencer por tus encantos,
por los tiempos vividos, tengo claro lo que estamos haciendo hoy aquí los dos.
Es el
adiós. Esta vez, por fin, el definitivo. Solo precisábamos sentirnos cerca por
una última vez. Será un instante que ninguno de los dos olvidaremos jamás.
Abre los ojos al día
que un rayo de sol despierta,
adormilado,
como si ya fuese la hora
decisiva
en que pueda brotar al aire,
sin tapujos ni pudores,
rompiendo al fin la barrera
que el hielo con su firmeza
a su alrededor construyó.
Y caliente se abre paso
desde las profundidades
del alma,
resurgiendo con bravura,
voraz,
sin nada que lo detenga,
que entre medias se interponga,
precisado de cariño
hasta salir por la boca
como si fuera una voz.
En forma de gritos sale
el sentimiento dormido,
con fuerza,
proclamándose ante el mundo
victorioso,
después del tiempo cautivo,
sabiéndose necesitado,
presto y raudo a la deriva
de unos ojos que ya lloran,
sintiéndose libre al fin.
Sentimientos que despiertan
con la salida del sol.
Paseas
con suavidad tu dedo por mis labios entreabiertos, acariciándolos, quemándolos
con la yema de tu pulgar, mientras veo cómo te acercas a ellos hasta quedarte a
escasos milímetros. Siento tu aliento recorrer mi piel, mi boca, adentrarse en
mi interior y la flama que provocas en mí sería suficiente para hacer arder
este maldito cuarto que nos cobija.
Te
mantienes ahí, distante, provocándome, haciéndome sufrir con la intensidad de
tu mirada, con la calidez húmeda de tu aliento insolente y con la exquisitez
del danzar de tu dedo por mis labios. Me quedo sin resuello con la mirada
perdida en la lejana cercanía de tu boca, anhelando ese beso, lento y profundo,
que sé que no llegará. Aún no.
Acabas de
convertirnos en un juego, lo sé. Uno que solo finalizará cuando uno de los dos
pierda la partida, cuando se rinda a la evidencia del deseo que nos urge a
ambos desde que nuestras manos se rozaron hace unos instantes y prendió la
chispa incendiaria que ahora amenaza con quemarnos juntos. Un juego en el que,
tal vez, lleve todas las de perder. O no.
Y tú
sigues manteniéndote ahí, en el mismo punto exacto, a escasos milímetros de mi
boca, sin terminar de recorrer la distancia que nos llevaría a arder de
inmediato. Y tu pulgar sigue ahí, rozándome los labios, mientras mi respiración
convulsiona a cada segundo que pasa y los primeros gemidos de anticipación
salen huérfanos al silencio de la noche fría.
Mis
fuerzas flaquean, cierro los ojos y dudo si rendirme o hacerte creer que me has
vencido. Mi lengua toma la decisión por mí, ambigua, y se escapa de mi cavidad
bucal para salir al encuentro de tu dedo, ansiosa por recorrerlo, humedecerlo,
succionarlo. Y yo, rendida por completo, dejo volar mi imaginación al compás de
mis gemidos hacia otras zonas de tu cuerpo que me gustaría recorrer con la
lengua con más fruición que tu pícaro dedo.
A escasos
milímetros de tu boca el aire quema, el sonido baila, los cuerpos se hacen agua
y la imaginación resbala.
Ana Centellas. Octubre 2018. Derechos registrados.
Con los
ojos cerrados, las sensaciones se acentúan hasta límites insospechados. Ahora
mismo, una venda cubre mis ojos mientras me dejo llevar por la multitud de
percepciones que llega a experimentar mi cuerpo y, sin más remedio, me abandono
al placer.
Son
tantos los estímulos que recibo que mi estado de excitación va in crescendo a cada segundo que
transcurre. Puede incluso que sea más excitante la expectativa de adivinar qué
lugar recibirá la próxima caricia, el próximo beso, la siguiente atención.
Siento como si infinidad de manos me recorriesen, como si no estuviésemos los
dos solos y las caricias que me prodigan procediesen de cientos de manos
diferentes que abarcan todo al mismo tiempo.
Aún
siento una sutil caricia en el empeine derecho cuando la misma mano que la
realizaba está ahora deslizándose por mi cuello, otra por la parte baja de mi
espalda y recibo con mimo un suave beso en el pezón derecho. Medio segundo
después, puedo sentir tu cálido aliento recorrerme la nuca hasta llegar a
juguetear con el lóbulo de mi oreja mientras una mano atrevida agarra con
fuerza mi seno izquierdo y otra se desliza con cautela un poco más hacia el
sur.
Siento
frío en la oreja tras los húmedos besos que ahora la abandonan para trasladarse
con premura a un punto muy concreto situado entre mis piernas. Y ahora sí, me
estremezco, me abandono y crece dentro de mí el deseo de no querer volver a
abrir los ojos nunca más…
Al querer el sentimiento aflorar bajo la piel caliente de su cobija, se detiene temeroso, inanimado, al comprobar desolado que aún se mantiene el frío, que el hielo aún no derrite, que le fallan aún las fuerzas para brotar en su esplendor.
El triste envase del cuerpo que porta tan guarecido al sentir se amilana en sus adentros, pavoroso, incapaz de mostrar al mundo la fuerza que lleva dentro, escondiendo bajo el alma la sonrisa perezosa que ya brota en su interior.
Una vez más queda cautivo del frío cuerpo dormido el sentimiento que tanto pujaba por florecer, caprichoso, inocente cual un niño que quiere salir al frío sin bufanda y sin mitones y es frenado en su huida por la mano de un mayor.
Sentimientos guarecidos que aún no brotan al exterior.
Hacía
meses que tenían que haber nacido, tantos, que ya nadie se acordaba de ellas.
Quedaron olvidadas sin remedio, a la intemperie, relegadas a un oscuro rincón
donde el frío y la oscuridad reinaban a sus anchas. Nadie se acordó de cuidarlas,
de mimarlas, de aportarles un poquito de calor. Lejos quedaron la ilusión y las
atenciones de los primeros días, cuando vivieron un sueño tan bonito en el que
eran el centro de todo cuidado.
Eran
varias y os puedo asegurar que todas, sin excepción, tenían miedo. Yo las
acogía en mi seno con la mayor diligencia posible, con todo el cariño de que
fui capaz, pero aquel invierno estaba siendo especialmente duro y una
persistente sequía tampoco nos ayudaba nada. Aun así, en ningún instante tiré
la toalla, pues sabía que en algún momento llegarían tiempos mejores. Como así
fue.
La
primavera llegó casi por sorpresa unas semanas antes de lo previsto, como si
intuyese que de ella dependía la supervivencia de las pequeñas. Después de
tantos días de frío intenso, aquella ligera subida de las temperaturas fue algo
así como encontrar un oasis en un desierto. Los rayos de sol, aunque tenues y
vergonzosos, llegaban hasta mí y yo los acogía a todos con agrado, procurando
un ambiente más cálido para que ellas tuviesen un refugio un poco más acogedor.
A los
pocos días ocurrió lo que llevaba tanto tiempo esperando. La llegada de las
primeras lluvias supuso un punto de inflexión en todo aquel proceso de guarda y
custodia al que estaba dedicada desde hacía meses. Las gotas caían sobre mí
casi con ternura y yo me empapaba de ellas, las absorbía todas con esmero para
que mis pequeñas tuviesen todo aquello que precisaban.
Yo
guardaba nutrientes en mi interior, lo sabía. Los había estado almacenando
durante todo este tiempo junto a ellas, en el lugar más resguardado y protegido
del frío, para poder utilizarlos cuando llegara el momento. Y ya había llegado.
Dejé que la magia se obrara.
Poco a
poco, con timidez, los primeros brotes comenzaron a salir de mí, deseosos de
que la luz del sol les diese un cálido baño después de tanto tiempo aislados en
oscuridad. Animadas por estos, las demás hicieron lo mismo. Fueron perdiendo el
miedo que las había arrinconado y saliendo a la luz, hasta que me cubrieron por
completo. Nunca antes me había sentido tan bien, la sensación de bienestar en
mí era plena.
No os
podéis imaginar la alegría y el orgullo que sentí cuando María, la niña que las
había depositado en mí tiempo atrás, me mostró su carita sonriente y, a voz en
grito y con algarabía, le decía a su madre:
—¡Mamá,
mamá! ¡Han brotado! ¡Las semillas que sembramos han brotado!
Hoy me
siento verdaderamente como una madre: la madre tierra.