Se aproxima el equinoccio
al sentimiento profano,
pleno,
que sobrevivió incólume,
duradero,
al verano de las siembras,
el calor y las cosechas,
impoluto en su ignorancia
de verse pronto cubierto
por una falta de luz.
Ya en la viña se desnuda
una vez más bajo el cielo
azul,
mostrándose en cada banasto
añejo
de la uva recogida
entre fiestas y jolgorios,
entre cánticos y risas,
entre calores forjados
en un eterno verano al sol.
Y se nos muestra orgulloso
de su propia resistencia,
ufano,
curtido cual campesino
ocioso,
dispuesto a perdurar siempre,
aunque el sol muestre su ocaso
antes de lo acostumbrado
para irse a dormir presto
junto al amor de la luna.
Se arraciman en una pila
los cuerpos yermos e inertes
que hace apenas unas horas
estaban llenos de vida
buscando en el cuerpo a cuerpo
el fragor de la batalla.
Gritos desesperados
que se mezclan con las lágrimas
ahogando la letanía
que nace de los suspiros
cubiertos de oscuro polvo
del compañero que sobrevivió.
Hombres que no se atreven
ni a mirar fijo a los ojos
y que bajan la mirada
para ocultar el espanto
que les envenena el rostro
después que todo acabó.
Armas sucias que rielan
sobre pechos desgarrados
por unas manos maltrechas
y heridas en el orgullo
de saberse en ese punto
portadoras de la muerte.
Calla el campo de batalla
las voces rotas de culpa.
Calla y solo queda en el habla
un aliento y cien reproches
entre pólvora y metal.
Ana Centellas. Septiembre 2018. Derechos registrados.
Dicen que
el tiempo todo lo cura, pero no es así, puedo dar fe de ello. El transcurso del
tiempo solo se limita a suavizar las heridas, a cubrirlas con una tirita para
crear la falsa ilusión de que así dolerán menos, pero cuando la despegas
aparece ante ti la misma herida abierta que en su día cubriste para mitigar el
dolor. Es como un bálsamo reparador que necesitas aplicar una y otra vez para
que la llaga no escueza tanto, pero que jamás llega a cerrarla. Puede que
tengas suerte y, tras capas y capas de bálsamo y tiritas y unos cuantos puntos
de sutura, la lesión llegue a cerrarse, pero de lo que puedes estar seguro es
de que la cicatriz permanecerá de por vida. Y, quieras que no, hay veces que
hasta las cicatrices duelen.
Yo guardo
dentro de mí una de esas heridas que el tiempo no ha sido capaz de curar, al
menos de momento, y dudo mucho que algún día llegue a hacerlo. Es una herida
que sangra cada día, por más apósitos que le aplique y por mucho que la unja
con ungüentos. Hoy, en particular, la herida se muestra abierta, en carne viva
y manando sangre a borbotones, a pesar de que hace ya diez años desde que se
produjo.
Tal día
como hoy, hace ya diez largos, eternos, años, que mi pequeña no está conmigo.
Diez años desde que la perdí de vista en un maldito descuido que jamás me
perdonaré. En mi caso, de nada sirven los calmantes que intentan aplacar el
dolor diciendo que no fue mi culpa. El sentimiento de culpabilidad me
acompañará de por vida, contribuyendo a dañar aún más la piel lacerada del
mismo centro de mi corazón. La esperanza es ese vendaje de compresión que trata
de evitar que el sangrado sea cada vez más profuso, pero apenas lo contiene.
No, definitivamente, el tiempo no lo cura todo.
Tantos
años transcurridos, tanto cariño perdido, tantas cosas sin decir, tanto
sentimiento extraviado por los vericuetos del tiempo. El único alivio que he
encontrado como pliego de descargo son las cartas que a diario le escribo.
Cartas en las que perdón es la palabra más recurrente, la culpa se deja ver
escondida entre los renglones y el amor se escribe siempre con mayúsculas y con
letra capital. Cartas que quizá algún día lleguen a su destinatario y pueda,
por fin, sanar la herida que el tiempo no ha logrado curar.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.
Ya cubre el oro los campos,
amarillea la siembra
cálida
en los terrenos más fértiles,
soleados,
donde nuestro sentimiento puso
su semilla con tal fuerza
que ahora parece imposible
el desgranar la cosecha
sin ganarle un pulso al sol.
Sentimiento germinado
bajo cien rayos solares,
lento,
como en un horno de leña,
hogareño,
acunado en el ocaso
por los tallos de los juncos
que las ninfas de la noche
robaron, tan clandestinas,
en la ribera del río.
Guarecido entre las sombras,
reposa el sentimiento ebrio,
anestesiado,
mientras disfruta del éxtasis
sublime
que le produce en la siesta
saberse tan grande y fuerte
que ya se piensa invencible,
como si fuera un Quijote
en lucha contra el molino.
Si te tuviese a mi lado
trazaría con mi lengua
un largo sendero de besos
que recorriesen sin tregua
cada pliegue de tu piel.
Convertiría el sonido
tan grave de tus gemidos
en armoniosa melodía
que llegase a mis oídos
tan dulce como la miel.
Satisfaría tu instinto
más primario y más salvaje
como una bella amazona
que emprende a caballo el viaje
del que no quiere volver.
Si te tuviese a mi lado.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.
Con solo ocho añitos, Miriam se refugia
bajo la sombrilla blanca y azul de sus padres. El día es especialmente caluroso
y la playa está llena de gente. Siente calor. Demasiado calor. Necesita
refrescarse y el deseo de meterse en el agua es muy fuerte. Observa a sus
padres, que charlan animadamente con una pareja vecina. Piensa que es mejor no
molestarlos y, sin decir nada y sorteando a los demás turistas, consigue llegar
hasta la orilla y meterse en el mar.
El agua está fresca y la sensación que
percibe Miriam es de intenso alivio. El sol incide con fuerza sobre el agua,
creando unos destellos que aquel día le parecen mucho más bonitos que nunca.
Hay poco oleaje y el mar ofrece un cariñoso vaivén que, poco a poco, la va
atrapando y se deja llevar. Tan ensimismada está con las sensaciones que el mar
provoca en ella que pierde la noción del tiempo. Cuando al fin decide salir del
agua, la ligera corriente que antes la mecía la suelta en un lugar desde el que
no divisa la sombrilla blanca y azul de sus padres por ningún sitio.
Miriam se pone de puntillas para intentar
localizar a sus padres, pero no los encuentra. Decenas de personas desconocidas
disfrutan del día de playa, ajenos a la creciente angustia que se va formando
con rapidez en el pecho de la pequeña. En cuestión de minutos rompe a llorar de
manera intensa y desconsolada. No solo se ha perdido, sino que a buen seguro le
espera una buena regañina cuando la encuentren.
Entre las lágrimas saladas como el mar, Miriam
ve a una mujer de mediana edad que se dirige hacia ella con gesto preocupado.
La toma de los hombros, le pregunta si está bien, le ofrece una mano y, con una
preciosa sonrisa que jamás olvidará, la acompaña hasta que es capaz de
encontrar la sombrilla blanca y azul de sus padres. No estaba demasiado lejos
de ella, pero el susto ha sido tremendo.
—Yo también me llamo Miriam —le dijo
aquella cariñosa mujer mientras la acompañaba por la playa, después de
preguntarle su nombre.
Agosto
de 2018.
Con cuarenta años recién cumplidos, Miriam
disfruta de una agradable mañana de playa durante un día de sus merecidas
vacaciones. El día es especialmente caluroso y la playa está llena de gente.
Siente calor. Demasiado calor. Necesita refrescarse y el deseo de meterse en el
agua es muy fuerte. Sale de la protección de su sombrilla y, sorteando a los
demás turistas, consigue llegar hasta la orilla con la intención de meterse en
el mar.
Antes de llegar a poner un pie en las
frescas aguas, ve a una niña que llora desconsolada. Durante un instante, se
recuerda a sí misma cuando era pequeña y a la guapa mujer que tan cariñosamente
le brindó su ayuda. Se dirige hacia ella.
Miriam toma a la niña de los hombros, le
pregunta si está bien, le ofrece una mano y, ofreciéndole una de sus mejores sonrisas,
la acompaña hasta que es capaz de encontrar la sombrilla blanca y azul de sus
padres. No estaba demasiado lejos de ella, pero el susto que se ha llevado la
pequeña ha sido tremendo.
—Yo también me llamo Miriam —le había
dicho a la pequeña mientras la acompañaba por la playa, después de preguntarle
su nombre.
La sensación de déjá vu que comienza a experimentar Miriam es demasiado fuerte. Es
una emoción que la abruma y, de pronto, experimenta la fuerte necesidad de
salir de allí. Vuelve a su sombrilla, recoge sus cosas con premura y regresa al
pequeño apartamento en el que está alojada durante sus vacaciones. La angustia
que siente es cada vez mayor.
Miriam se dirige directamente al baño,
donde abre el grifo y deja correr el agua para que salga más fresca. Esa
sensación de déjà vu persiste e
incluso se vuelve cada vez más y más intensa. Llena sus manos con el agua fría
y sumerge en ellas la cara, buscando un alivio para la zozobra que la ha
embargado.
Algo más calmada, Miriam levanta la cara y
observa el reflejo que, de su rostro, le devuelve el espejo. Esboza una tímida
sonrisa. Desde el cristal, la está observando la misma mujer que le había
prestado su ayuda cuando tan solo era una niña.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.
El fuerte sol del verano
ya cocina el sentimiento,
a fuego lento,
permitiendo que madure,
dulce,
y volviéndolo más fuerte,
tanto, que casi parece
que no podrá morir nunca
por mucho que lo intentemos
o queramos esconderlo.
Poderoso por sí solo,
se muestra ante el mundo entero,
diáfano,
exhibiendo con orgullo,
brillante,
su pátina de luz dorada
que lo convierte en sincero,
en sublime y algo tan bello
que ni todo el firmamento
lo puede siquiera emular.
Y durante las cálidas noches
no podemos evitarlo.
Se nos cuela,
contagia al resto del mundo,
sereno,
y los eternos amantes
desgastan el sentimiento
entre besos y arrumacos,
lo dejan brillar con fuerza
hasta que ilumina el cielo.
No te dejes vencer por tus demonios,
que no ganen la batalla,
demuéstrales que eres más fuerte,
que el valor nunca te falta.
Y cuando te sobrevengan
esas ganas increíbles de llorar,
sonríe al mundo y date el lujo
de vivir la vida sin edulcorar.
Ana Centellas. Febrero 2019. Derechos registrados.
Gruesas
gotas de sudor me recorren el cuerpo ante el espectáculo que se está
desarrollando ahora mismo delante de mí. Detrás de ellas, un cúmulo de
sensaciones se agolpan sin pedir permiso y aún no tengo claro a cuál de ellas
atender primero. Quizá a la más evidente, a la que tú misma podrías comprobar
si dirigieses hacia mí tu mirada, estoy excitado. Pero no lo haces, tus ojos no
desvían su atención hacia mí en ningún momento, y eso aumenta mi desconcierto.
Por momentos, dudo de si lo que estoy experimentando son celos, rabia o una
excitación aún mayor.
Ahora,
por primera vez, soy fiel testigo de cómo otras manos recorren tu cuerpo, de
cómo reaccionas ante otras caricias que no son las mías con una expresión de
total satisfacción en tu rostro que incluso dudo haber visto alguna vez. Admiro
desde la distancia tu entrega, tu total sumisión a un desconocido y, a cada
instante, debo luchar contra el casi irreprimible impulso de abalanzarme sobre
ti, arrebatarte de las manos ajenas y disfrutar de ti como no había hecho en la
vida.
Pero debo
controlarme, aceptar las condiciones y asumir que eres tú la que tienes el
control. Es tu fantasía. Y mi mayor placer, cumplirla.
A la luna del solsticio
el sentimiento adormece,
calmo,
mecido por las estrellas,
sutil,
escondido entre las sombras
que vuelca la luna llena
sobre todos los amantes
que refuerzan cada noche
su vínculo mirando al sol.
Se nos mezcla con los sueños
plácidos del duermevela,
mágico,
callado en la luna nueva,
etéreo.
Se pierde con los suspiros
que sueltan acongojados
las ánimas siempre tristes
y perdidas en las brumas
calladas del corazón.
Y suspirando se vuelve
más fuerte y más poderoso,
cíclico,
remontando a los latidos,
casi eterno.
Se agarra a nuestras entrañas
como si nunca existiera
mejor lugar en el mundo
para mecerse acunado
donde perder la razón.