El relato del viernes: Memories – «Lobos a mí»

Imagen tomada de la red

Lobos a mí

-Vamos, Martita, que vas a llegar tarde a casa de la abuelita -le dijo su madre al verla cómodamente recostada en el sillón.

Marta suspiró con resignación, sobre todo al oír nombrarla por ese diminutivo que tanto odiaba. Ya tenía cumplidos los dieciocho años y, desde que tenía uso de razón, había tenido que visitar, tarde tras tarde, a la abuelita. ¿Pero por qué ella? ¿Y por qué la abuelita seguía empeñada en vivir en esa cabaña dentro del bosque? Todo habría sido más fácil si se hubiera trasladado al pueblo con ellos, pero la abuelita era terca como una mula. De algún lado le tenía que venir a ella.

Tan terca era la abuelita que la echaba de su casa sin contemplaciones si no iba ataviada con un vestido largo de seda roja y una larga capa a juego del mismo color, que ella misma le había confeccionado. Cuando sus amigos la veían salir de casa de aquella guisa, se burlaban de ella y pronto se ganó el mote de «Caperucita Roja». Todos en el pueblo la conocían de aquella manera. Al principio, Marta se sintió humillada, pero como lo que no te mata te hace más fuerte, pronto consiguió poner a cada uno en su lugar. Y Marta se hizo experta en controlar a los demás y ponerles en su sitio cuando se sentía amenazada.

Marta se vistió apropiadamente para visitar a la abuelita. Ya no era la chiquilla de la que todos se burlaban. Pese a su juventud, se había convertido en una mujer de cabellos rojos como el fuego, de una belleza sin igual. El vestido rojo de seda realzaba su figura de tal manera que jóvenes y mayores del pueblo quedaban fascinados al verla. La caperuza roja le confería un aspecto casi mágico. Atrás quedaron los tiempos de burlas y humillaciones.

A punto de salir por la puerta, su madre le hizo la misma recomendación que, tarde tras tarde, año tras año, le hacía: «cuidado con el lobo, ya sabes que dicen que en el bosque vive un lobo muy peligroso».

«Lobos a mí», pensaba ella, pero, por si acaso, siempre llevaba escondida entre sus ropas una daga bien afilada. Llevaba años atravesando aquel magnífico bosque y jamás se había topado con lobo alguno.

Con el paso del tiempo, Marta comenzó a apreciar a su manera aquellos paseos por el bosque, contemplaba fascinada el cambio que ofrecían los árboles y plantas en cada momento del año y, en cierto modo, disfrutaba de ese momento de soledad consigo misma. Pero, aquella tarde, todo parecía distinto. Era una tarde otoñal y el bosque ofrecía un aspecto magnífico, todo vestido de tonos ocres, amarillos y dorados. El olor a lluvia de la noche anterior aún permanecía atrapado entre aquellos árboles tan majestuosos y el camino cubierto de hojarasca. Pero el silencio era sepulcral. Ningún pájaro se atrevía a emitir sonido alguno, ninguna ardilla saltaba de árbol en árbol buscando algún fruto que comer… La quietud era total. Entonces fue cuando lo oyó.

Era un pequeño aullido en la distancia, seguido por una serie de mayores aullidos que se podían escuchar aún más en la lejanía. Cada vez podía escuchar el aullido más cercano, el leve movimiento de la maleza tras sus sigilosos movimientos. Y, con un último aullido, el lobo apareció delante de ella. Era un lobo blanco, enorme, con unas increíbles fauces ensangrentadas, probablemente por la reciente ingesta de alguna alimaña. El corazón de Marta comenzó a latir a toda velocidad, amenazando con salir del pecho. Pero no modificó su actitud para nada. No realizó ni el más mínimo movimiento. Ni siquiera echó mano a la daga que llevaba consigo.

El lobo se detuvo también ante ella, con una mirada feroz que dejaba muy claras cuáles eran sus intenciones. Pero él no sabía quién era Marta, Caperucita Roja, e hizo un intento de acercamiento, al acecho de su nueva víctima. El sonido de los aullidos en el silencio de la tarde otoñal indicaba que el resto de la manada estaba cada vez más cerca. Él debía ser el macho alfa, el líder de la manada, el que abría el camino hacia la caza. Marta, experta ya en poner en su lugar a cualquier tipo de amenaza que experimentase, sin hacer el más mínimo movimiento aún, dirigió una penetrante mirada con sus hipnotizadores ojos verdes directamente a los ojos sedientos de sangre del animal.

Duró un buen rato el combate de miradas. La de Marta, igual de penetrante e hipnotizante. La del lobo, cada vez más insegura. Caperucita comenzó un tímido acercamiento al animal, que en un primer momento se puso nuevamente en guardia, preparado para saltar sobre su presa en cualquier momento. Marta no se amedrentó, continuó con la mirada fija en los ojos de la fiera mientras continuaba acercándose lentamente. El lobo también comenzó un tímido acercamiento, había algo en los ojos de aquella muchacha… Algo que le decía que no debía atacarla.

Caperucita llegó hasta el lobo sin interrumpir el contacto visual con él. Aquello parecía un duelo de miradas. La bella muchacha levantó una mano. El lobo, por un momento, volvió a ponerse en alerta, las orejas bien levantadas. Su relajo fue más que evidente cuando sintió aquella mano suave, nívea, acariciarle el lomo. Nunca antes había experimentado esa sensación, pero desde luego era muy placentera. Caperucita se sentó en la hojarasca, extendiendo su espléndido vestido de seda roja, al igual que las fauces del lobo. El animal comenzó a dar vueltas alrededor de ella, olisqueándola, conociéndola, mientras ella le limpiaba con suavidad las fauces y continuaba dedicándole cariñosas caricias.

En ese momento, el amor que sintieron el uno por el otro fue instantáneo. Mujer y animal, animal y
mujer, unidos por un vínculo recién creado que difícilmente se rompería. La manada al completo llegó justo en ese momento más hambrientos que nunca. Todos ellos se detuvieron en seco al contemplar aquella escena. Un pequeño alarido del macho alfa fue más que suficiente para que todos reconocieran en aquella extraña muchacha de la Caperucita Roja alguien en quien confiar, a quien amar y a quien defender con garras y dientes como si de uno de ellos se tratara. El macho alfa había encontrado a su hembra.

Desde aquel día, cuenta la leyenda, que Caperucita, tras visitar a la abuelita, da largos paseos por el bosque en la noche, ataviada con su vestido de seda roja y su caperuza, acompañada de una gran manada de lobos que la protegen, abrazada al más grande de ellos. La daga quedó olvidada en algún rincón del desván.

Fueron varios los muchachos que intentaron pretenderla, su belleza era extraordinaria, pero ella siempre rechazaba a todos, alegando que su corazón ya estaba ocupado por un gran amor, incombustible, leal e incondicional.

Ana Centellas. Octubre 2016. Derechos registrados

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Publicado por Ana Centellas

Porque nunca es tarde para perseguir tus sueños y jamás hay que renunciar a ellos. Financiera de profesión, escritora de vocación. Aprendiendo a escribir, aprendiendo a vivir.

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